La Discreción de Juicio en el Derecho Matrimonial Canónico
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1. NOTA PRELIMINAR
Antes de adentramos en la temática jurídica sobre el consentimiento en el derecho matrimonial canónico, quisiera hacer algunas aclaraciones sobre los juicios de nulidad matrimonial, así como comentar algunas opiniones superficiales sobre el sentido del matrimonio en la etapa actual de la sociedad.
La posición de la Iglesia es muy firme respecto a la indisolubilidad del matrimonio, ratificado por la sacramentalidad y reafirmado por la mutua fidelidad de los esposos. En la actual crisis de valores en la que se inserta la sociedad, es natural que la Iglesia sea especialmente celosa de su grey, y por tanto de la institución matrimonial. Para muchos, precisamente, debería adaptarse a estos tiempos tormentosos, "cambiando" sus esquemas o mostrándose más "comprensiva" ante las dificultades del ambiente. En concreto, debería "ceder" en la cuestión matrimonial buscando soluciones para aquellos matrimonios fallidos sin posibilidades de ulterior arreglo.
El Santo Padre analizó esta problemática en la "Exhortación sobre la familia", con una profunda reflexión a la luz de la fe y de un nuevo humanismo que defiende los derechos del hombre y de la mujer (1). Los signos inquietantes son "la particular facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil… el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio".
La Iglesia defiende la normativa del derecho natural y sobre todo el derecho divino, con el que Jesucristo instituyó el sacramento del matrimonio. Por encima de esta fidelidad no caben razones de conveniencia, de actualidad o de adaptación; no puede cambiar lo que Dios estableció: "no son ya dos, sino una sola carne y lo que Dios unió, el hombre no lo separe" (Mt 19,6 y Mc. 10,3). Para aquellos que piensan que el matrimonio es una institución pasada de moda, de corte relativo que va con el tiempo o con la ética del momento, cobra relevancia el designio divino y la fidelidad con que la Iglesia ha respondido siempre a los ataques contra esta institución.
En 1528 Enrique VIII de Inglaterra quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Escribió al Papa Clemente VIII, pensando que era una mera cuestión procesal, de rápida solución. El Santo Padre no encontró mérito para tal nulidad y aún conociendo que el Rey era capaz de separarse de la Iglesia Católica, fundando su Iglesia Anglicana autónoma, no cedió porque no podía reformar el válido consentimiento de Enrique y Catalina. Unilateralmente el Rey declaró el divorcio, que le llevó a la aventura de seis matrimonios más. Algunos piensan que la Iglesia también puede divorciar, que puede disolver el vínculo matrimonial, cuando la realidad es que ni el mismo Papa tiene tal poder, ya que es mandato divino la indisolubilidad conyugal. "Lo que Dios unió, el hombre no lo separa" (2) dice el Evangelio. Una vez emitido el consentimiento válidamente y consumado el matrimonio, no hay potestad en el mundo que pueda remitirlo. Los Tribunales matrimoniales de la Iglesia, de larga tradición, únicamente pueden declarar que un matrimonio concreto era nulo. Tenía algún defecto o impedimento esencial, que desde el principio lo hizo nulo, aunque aparentemente funcionara como válido y existente. A posteriori, incluso años después, el fiel cristiano tiene derecho a pedir a estos tribunales que examinen la validez de su vínculo y que den una decisión. Esta pretensión no es un capricho arbitrario, ya que para entrar en tal juicio, se precisa que tenga un cierto fundamento —lo que se llama "fumum iuris"— que luego se examina prolijamente, de acuerdo a la técnica de un proceso matrimonial, regulado por el Código de Derecho Canónico. Tampoco tiene la finalidad de ir contra uno de los cónyuges, pues ambos quedan afectados por la declaración. Sencillamente se pronuncia sobre el valor del vínculo, determinando si estaban casados o no, ante la faz de la Iglesia. Son juicios muy rigurosos, técnicos, con tribunales especializados de tres sacerdotes.
2. EL CONSENTIMIENTO
Elemento esencial para que surja el vínculo matrimonial es el consentimiento. No es, por tanto, el sacerdote quien casa a los novios, o hace efectivo el Sacramento. Son ellos exclusivamente los que contraen el matrimonio válido, aunque el sacerdote sea testigo cualificado y oficie la ceremonia. Los novios emiten un acto de voluntad que se configura como un verdadero contrato, aunque de naturaleza especial, "sui géneris", que entra en la dogmática general de los negocios jurídicos. Entre católicos, este contrato, por su misma esencia, es siempre un Sacramento y ambos aspectos —contrato y sacramento— no pueden separarse, cuando se ha emitido de acuerdo a ciertas formalidades eclesiales. En el mismo acto, adquiere eficacia el vínculo y el sacramento.
Si hablamos de contrato, daría la impresión de que estaría sujeto a las propiedades de los negocios jurídicos, que los hacen rescindibles por justa causa, o que pueden cambiar sus elementos por acuerdo de voluntad de las partes. Ya en el siglo XVI los reformadores Calvino y Lutero negaron el carácter sacramental del matrimonio religioso y concluyeron que era un negocio puramente civil, sujeto a la potestad del Estado. A esta concepción, se añadió posteriormente el influjo doctrinal laicizante de la Ilustración, que lo acogió como un dogma estatal presentado por la Constitución revolucionaria francesa y luego, acuñado en el Código napoleónico. Si el matrimonio es un contrato civil, la consecuencia inmediata es el divorcio, pues en cuanto cesa el acuerdo de las partes, el negocio se da por terminado.
La consideración contractual proviene de la canonística medieval, como expresión de un compromiso para siempre. No obstante, el derecho canónico es heredero del romano, aunque con matices distintos. Es clásico el aforismo "Matrimonium non concubitus, sed consensus facit", de Ulpiano, ya formulado en la época clásica (3). El matrimonio no es una unión física, sino que lo constituye el consentimiento. Consentimiento que se adhiere a un instituto natural. Efectivamente, el matrimonio es una exigencia de la naturaleza humana y es la Ley Natural, la que determina sus fines y propiedades, proyectadas por Dios para cumplir una determinada finalidad. Se configura, por tanto, como una institución, con elementos predeterminados que el hombre no puede cambiar y así su voluntad debe adherirse a aquellos.
El consentimiento es el elemento creador, la causa eficiente del vínculo matrimonial; es algo tan personal, íntimo e intransferible que no puede ser sustituido por nadie. "El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir". (c. 1057/1). Este canon es fundamental, ya que cualquier defecto en el origen o en el desarrollo del acto volitivo supondría un fallo esencial que haría nulo el matrimonio.
El consentimiento abre paso también, a las demás consideraciones que provienen como un desarrollo congruente y necesario, por ej., la familia. El Santo Padre en una alocución a la Rota Romana decía en1982: "El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad que significa y supone un don mutuo, que une a los esposos entre sí y al mismo tiempo los vincula a sus eventuales hijos, con los cuales constituye una sola familia, un solo hogar, una iglesia doméstica (LG 11)". (4).
Es, por tanto, el consentimiento un acto verdaderamente humano, consciente y libre, que debe estar dotado de toda la independencia, inherente a lo que quiere la persona, se compromete y desea hacer. De acuerdo a lo que dice el Papa, este acto de voluntad, más que un frío acto jurídico del que surgen obligaciones, es un verdadero compromiso, para constituir con toda su riqueza existencial, lo que señala el Nº 48 de la "Gaudium et Spes": "la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable".
El acto del consentimiento es complejo. No hay que colocarlo exclusivamente en la voluntad, pues supone un conocimiento previo de acuerdo al aforismo clásico: "nihil volitum nisi praecognitum" (nada es querido, sin ser previamente conocido), lo que determina diversos actos por lo que el intelecto emite juicios de valor referentes al objeto del contrato, que en nuestro caso se especifica en el bien del matrimonio. Es obvio, que el consentimiento matrimonial ha de proceder de una voluntad libre y deliberada. Ha de tener todas las cualidades internas y externas, jurídicas y también psicológicas que se requieren para que tal acto sea válido. Lo que cuenta es la libertad de la decisión a instancias de una razón que capta bien, sin demasiadas minucias, lo que quiere y desea acoger como compromiso.
Pero aquí entran en juego fuerzas subconscientes, emocionales, impulsivas; pasiones, deficiencias hereditarias, verdaderas enfermedades, y entonces entramos en el campo de la psiquiatría, que no por novedoso es dejado de lado por la ciencia canónica. El Tribunal de la Rota Romana —cuyas líneas directrices son fundamentales para los jueces en los procesos matrimoniales— desde hace algunos decenios acogió estas modernas tendencias psicológicas, sin violentar las concepciones clásicas sobre el acto humano que han sido estudiadas y formuladas por hombres eminentes, com un Tomás Sánchez, o santo Tomás de Aquino. En último término son conceptos basados en la naturaleza humana, que tienen carácter de permanencia. No olvidemos el derecho natural respecto al consentimiento, a los contrayentes y al objeto del matrimonio no han variado.
No se puede decir que se exigió más en unos siglos que en otros. Un psicologismo desbocado nos llevaría a creer que de acuerdos a estos avances de la ciencia, el proceso de la voluntad está más inficionado de anomalías mentales, llamemos las "actuales", que lo hacen nulo. El matrimonio es una institución universal propia de todos los hombres, pasados y presentes, de todas las razas y pueblos.
No ha cambiado el derecho natural, ni la jurisprudencia exige hoy día más discreción de juicio o una mayor madurez psicológica. Lo que ocurre es que las anomalías, impedimentos y enfermedades psíquicas están mejor estudiadas y el juez cuenta con criterios más exactos para evaluar y verificar un verdadero consentimiento.
Dice una sentencia de la Rota: "Hay que tener en cuenta sobre todo, los puntos esenciales para que se dé un contrato válido. Si etos faltan, tal corno se exigen para conformar la simple existencia del pacto nupcial, entonces se contrae inválidamente; pero si faltan los que miran a una mayor perfección, del pacto, se contrae válidamente" (5) En la práctica forense canónica, por tanto, los informes de los peritos (médicos, psicólogos) son meramente indicativos. No son ellos los que resuelven si existió o no la suficiente capacidad en un sujeto, sino que su informe es la base para demostrar, de acuerdo a las exigencias del derecho canónico, la validez o invalidez de aquel consentimiento. Al juez le corresponde apreciar el mérito probatorio que en cada paso puede y debe concederse al dictamen pericial. Necesita para decidir, alcanzar una certeza moral que es algo muy personal, privativo e inderogable, aunque se base en razones del todo objetivas.
Ha dicho certeramente O. FUMAGALLI: "ha de tenerse en cuenta que el sistema canonístico atribuye a la voluntad la fuerza de producir efectos jurídicos, pero esto proviene de una atribución realizada por el ordenamiento jurídico, con la consecuencia de limitar los hechos psicológicos relevantes, a los indicados por la ley expresa o implícitamente" (6). La ley positiva canónica, que acoge los principios del derecho natural, es la que más perfectamente determina en cada caso lo que es válido o es inválido, al margen de procesos racionales subjetivistas o supuestamente científica que carecerían de validez objetiva.
3. GRAVE DEFECTO DE DISCRECION DE JUICIO
El canon 1095 del actual código acoge por vez primera —por tanto en la legislación— este concepto que es antiquísimo y que con las mismas palabras tiene una historia moral y canónica de singular relevancia. Ya santo Tomás en el siglo XIII utilizó la discreción de juicio para medir el valor necesario que es preciso dar a un consentimiento verdadero. Hay una necesaria continuidad en el ordenamiento canónico, pero es indudable que la doctrina se ha enriquecido con los aportes de las nuevas ciencias psiquiátricas, sobre todo una vez asentadas ciertas premisas, dejando atrás el período de prueba o de especulación. El Papa Juan Pablo II decía en 1980 (7) que este progreso había influido en los tribunales con nuevos presupuestos y aportaciones, que no obstante no siempre fueron correctas. En algunos países fue tal el abuso que siguió a estas aplicaciones psiquiátricas, con miles de matrimonios anulados, que llevó a la santa Sede a advertir directamente un mayor respeto "con la aplicación fiel de las normas, sustanciales o procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones, a interpretaciones que no tienen una objetiva adecuación en la norma canónica. "Para declarar terminantemente" que son temerarias estas innovaciones si no tienen respaldo en la jurisprudencia o en los tribunales de la Santa Sede". (8)
Hay que insistir de nuevo, que nos movemos en el campo del derecho natural con preceptos formulados para toda una naturaleza humana. Esta ciertamente no cambia, pero se da un progreso y profundización en muchas actuaciones históricas que manteniendo la esencia inmutable, se adaptan a los individuos y. a las circunstancias. Llama la atención leer las audaces opiniones de santo Tomás en este aspecto (9).
Al plantearnos el valor del consentimiento, surge de inmediato la idea de capacidad para entender y para querer un determinado negocio consensual, al que se obliga y que se dirige a su cumplimiento. Un consentimiento normal postula y presupone aquellas condiciones psicológicas que lo convierten en un acto humano y, por tanto, voluntario y responsable.
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