Los Límites del Derecho
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Como epígrafe de mi libro El Abuso del Derecho establecí que el Derecho no hacía otra cosa que delimitar la vida del hombre, y que el resto venía por añadidura. Ahora, casi tres años después de mi aventura estoy más convencido aún sobre la verdad que encierra ese pensamiento, y siento que ese convencimiento se acrecienta a medida que pasa el tiempo.
Esa creciente convicción, junto con la circunstancia especial de que por un error en la edición del libro, no pudo publicarse en él el Prólogo que yo había preparado para el mismo, me ha inclinado a reproducirlo, con las debidas aclaraciones y adecuaciones, en este ejemplar de la Revista.
Y decía entonces, e insisto ahora, que si pretendiésemos enumerar las dificultades con las que ha tropezado el ser humano en su tránsito obligado por este mundo, en algún momento llegaríamos a la fatal conclusión de que una de las situaciones más complejas que viene repitiéndose desde tiempos inmemoriales es la dificultad extrema que tiene el hombre para establecer límites.
Y no me refiero necesariamente a un límite material, a una frontera física o a una línea divisoria visible o de alguna otra manera perceptible. Demarcar en el plano de lo palpable no es tarea del todo difícil puesto que siempre podrán existir antecedentes o directrices que permitan hasta al más tonto siquiera sospechar en qué lugar comienza algo y en qué lugar termina.
El verdadero problema de los límites está dado en el ámbito de lo intangible. Está dado básicamente en el campo de la moral, en el campo de las libertades, y, por ende, en el campo del derecho. Porque la moral y el derecho no pueden divorciarse; el derecho es -de una u otra forma- la moral con carácter obligatorio, revestida con imperativos sociales que buscan un permanente convivir justo y armonioso entre los miembros de una comunidad. Y creo sinceramente que la principal meta del derecho es precisamente establecer con sabiduría límites o fronteras dentro de las cuales se desarrollen las relaciones humanas a fin de procurar esa constante armonía de la que no puede prescindir una sociedad que pretende ser civilizada.
Con el avance vertiginoso de la ciencia y la tecnología hemos despertado -consciente inconscientemente- interrogantes que antes ni siquiera se sabían dormidas. Hoy podemos -ya veces hasta debemos cuestionarnos respecto de la ubicación de ciertas fronteras. ¿Dónde se tira la línea entre la eutanasia y el homicidio? ¿Dónde entre el aborto y la eugenesia? ¿Dónde se divorcian la pena de muerte y la tortura? ¿Dónde está la frontera entre lo artístico y lo obsceno? ¿Dónde limitan el derecho de informar y el derecho a la intimidad personal? ¿Dónde se separa lo anormal de lo normal… lo extraordinario de lo ordinario? ¿En qué momento la libertad de expresión se troca en agresión… o en vulgar vandalismo? ¿Hasta dónde pueden llegar las libertades humanas? ¿Hasta qué punto el derecho de propiedad faculta a su titular a destruir aquello que le pertenece? ¿Hasta dónde llega la potestad paterna? ¿Cuál es el límite de la normal tolerancia en las relaciones de vecindad? ¿Hasta dónde llega la buena fe… hasta dónde debe llegar la lealtad? ¿Hasta dónde se extiende el deber de impedir un acto cuando se tiene la obligación de impedirlo?… Afortunadamente, el derecho ha ido definiendo o tratando de definir -sin éxito muchas veces ciertos contornos para abrazar las respuestas a medida que ha venido siendo necesaria tal definición; empero, el hombre está lejos aún de encontrar la fórmula mágica para fijar la última frontera y encontrar una solución enteramente justa a todas las circunstancias de la vida. Y dicha fórmula nos seguirá siendo esquiva, porque a medida que el hombre agiganta su universo, va creando nuevas necesidades y, por ende, nuevos conflictos, que a su vez irán precisando de nuevas fronteras.
No dudo entonces, como consecuencia de lo expuesto anteriormente, que la profesión del abogado es una profesión primordialmente de límites. Aquellos principios universales que establecen que el derecho propio termina donde empieza el derecho ajeno, y que la libertad de otro es el límite de nuestra libertad, por sencillos que pudieran parecer y por mucho que sean repetidos con la facilidad didáctica que aparentemente encierran, contienen la esencia misma del problema: la dificultad de establecer -ya en la cruda realidad- dónde está la frontera entre dos situaciones que se saben limítrofes.
Así, con el derecho como principal herramienta para construir el esqueleto de una sociedad en armonía, el hombre continúa perpetua y estoicamente luchando en una batalla que sabe perdida: el encontrar una norma para cada caso, una solución para cada circunstancia; y así, a través de las leyes, pretende constantemente dibujar un perfil adecuado que contenga todas las respuestas.
No obstante ello, el ser humano, consciente de la limitación que él mismo alimenta con el progreso, en el afán suyo de superar conflictos y regular lo cotidiano, ha entregado las supremas responsabilidades de crear normas y de impartir justicia a ciertos miembros de su sociedad, pretendiendo suplir de esa forma el vacío inmenso que va desenvolviéndose a medida que se van abriendo nuevos horizontes.
Como consecuencia de aquello, el juez, por mandato de una sociedad, es el encargado de estudiar cada caso y aplicar al mismo la sabiduría del hombre reflejada en las leyes humanas; mientras que al legislador, por encargo de esa misma sociedad, le corresponde la suprema tarea de normar con la sabiduría bastante para definir caminos adecuados en procura de la armonía cotidiana como el primer paso hacia el Bien Común.
Lo que nos lleva -aunque parezca mentira- otra vez a aquello de los límites; porque si la abogacía es una ocupación de límites, más lo es quizá la magistratura, ya que es precisamente ante los tribunales de justicia donde los miembros de una sociedad pretenden solucionar la mayoría de sus grandes conflictos.
La tarea del juez muchas veces consistirá no sólo en aplicar la ley, sino, por mandato de la ley misma, en delimitar libertades y sancionar traspasos y extralimitaciones; lo cual -en nuestro medio- no deja de ser inquietante y hasta cierto punto contradictorio, puesto que los vacíos del derecho -generados por el crecimiento del hombre y su medio- pueden ser cuna de la invasión o intromisión del juez en el terreno del legislador; lo que está a un paso de traspasar la esfera de la interpretación progresiva de la Ley y convertirse en la semilla de la inseguridad jurídica.
Como se ve, irónicamente, aun cuando nos referimos a hechos necesarios y convenientes para el desarrollo, como lo son la integración del derecho y la interpretación de la ley, bordeamos sutilmente el campo de los límites en lo que tiene relación con las funciones del Estado y la fijación de esos límites.
Y es precisamente el desarrollo del hombre y el progreso de la civilización lo que en su momento generó y hoy hace crecer una teoría apasionante, tentadora y de esencia por demás controvertida: la teoría del abuso del derecho. Aquella teoría que, como monumento a la paradoja y como apología de las contradicciones, se oculta entre las sombras de los límites del derecho y las libertades humanas. El tinte social que se ha dado al derecho en los últimos tiempos (como si social nunca hubiese sido antes) ha ido regándose paulatinamente por las muchas y diferentes ramas, y la tradicional concepción individualista-liberal del mismo ha perdido su fuerza inicial. La consideración del derecho como ciencia exacta, dogmática, ha cedido ante una óptica que lo considera como una ciencia social que se desarrolla conforme cambia la sociedad que gobierna. Y bastante razón hay en reconocer en el derecho características sociales, puesto que, en definitiva, todo el derecho se enmarca dentro de las relaciones de individuos en una sociedad determinada (mientras que, por su parte, todo ordenamiento jurídico pretende que los actos de los miembros de una sociedad se enmarquen dentro de los límites del derecho).
Y con aquel tinte socializador se ha generado un panorama diferente en lo que se entiende como fines del derecho, o al menos, en lo que a ellos se refiere. En tal virtud, de la mano de Josserand ha surgido como uno de los fundamentos básicos del abuso del derecho la teoría de la relatividad de los derechos, que frena un tanto la libertad en el ejercicio de los mismos, relacionando esa libertad con los fines sociales y económicos de la norma. Desde luego, siempre seguirá vigente, como evidente signo de interrogación -sino como clara espada de Damocles- la pregunta de quién mismo fija los fines sociales y económicos de la norma.
Y aquello de la relatividad no es nuevo. Mirando en retrospectiva, en dicho campo llegaremos necesariamente hasta Einstein. Según el científico, todo movimiento que se produce en el mundo es relativo, porque puede ser medido teniendo como punto de referencia la velocidad de la luz. La única excepción -lógica por demás- a la teoría, es la luz misma, puesto que la luz -aún- no es relativa a nada. El derecho, por su parte, fue para las ciencias sociales lo que la luz para la física, puesto que, en la concepción antigua, como ha quedado dicho, al derecho se lo miraba como ciencia exacta, no era relativo a nada; existía y punto: el propietario de un bien raíz -dice Josserand – atrincherado en su dominio como en una fortaleza, podía disponer a su acomodo tanto del subsuelo y del dominio aéreo como del propio suelo, sin tener que dar cuenta, ni siquiera a los tribunales, de las razones de su actividad. El acreedor insoluto, por su parte, podía reducir a su deudor a la esclavitud y hasta podía darle muerte; y en caso de ocasionar un perjuicio (qué más perjuicio que la muerte) en uso o ejercicio de un derecho bien podía el autor del daño decir simplemente feci sed jure feci, es decir, que ocasionó un perjuicio con pleno derecho a hacerlo; o bien podía alegar que neminem laedit, nemo damnum facit, qui jure suo utitur, es decir, que no puede causar daño alguno quien obra en ejercicio de un derecho reconocido, lo que suena por demás lógico, desde un punto de vista individualista.
Pero, a diferencia de la velocidad de la luz, que no ha encontrado todavía punto alguno al cual ser relativa, el derecho en nuestros días habría hallado aparentemente ese punto referencial en el Bien Común, en la moral, en las buenas costumbres, en el orden público, en el derecho ajeno, etcétera. Es decir, que según las modernas tendencias -no por todos compartidas, cabe aclarar- el derecho no puede ser ejercido con miras enteramente individualistas, sino que su ejercicio debe siempre estar orientado hacia un fin último: la sociedad. En consecuencia, dicho ejercicio se limita, se torna relativo, se ejerce -bajo todo el amparo de la ley- en tanto en cuanto no se estrelle contra los principios que gobiernan una sociedad determinada, dentro de un tiempo también determinado.
Fernández-Galiano, por su parte reconoce también límites en el derecho, y dice que cada derecho fundamental protege un determinado valor de la persona, de modo que sólo se justifica en tanto en cuanto su ejercicio sea realizado con esa orientación teleológica, es decir, que se puede ejercer los derechos para los fines para los cuales fueron creados y concedidos al hombre (límites intrínsecos). Y también ve la relatividad del derecho que permite su ejercicio siempre que con él no se atente contra la sociedad, la moral, las buenas costumbres, el orden público, etcétera (límites extrínsecos). Desde luego, siguiendo esta línea podríamos enfrascarnos vez en la discusión de los límites, ya que alguien (¿el juez o el legislador?) tendría que establecer las fronteras de los principios regentes. Incluso la Iglesia, preocupada con justicia por el derecho y el convivir social, como por cualquier otra actividad humana, a través de diversas encíclicas ha vertido un criterio uniforme al respecto, que se resume básicamente en el respeto a los derechos ajenos; así, la Encíclica Pacem in Terris del Papa Juan XXIII afirma que a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo. De la misma manera establece que al ser los hombres por naturaleza sociables deben convivir unos con otros y procurar cada uno el bien de los demás, por lo que una convivencia humana recatadamente ordenada exige que se reconozcan y se respeten mutuamente los derechos y los deberes. En consecuencia, el límite del derecho propio constituiría la referencia de la que se sostiene la relatividad al derecho. Lo que nos trae otra vez al principio, a aquello de los límites; ya que si pretendiésemos enumerar las dificultades con las que ha tropezado el ser humano en su tránsito obligado por este mundo….
En todo caso, desde cualquier punto que quiera apreciarse la realidad, el derecho es límites, la sociedad es límites. Rousseau nos dice casi en poesía que la idea básica del Contrato Social consiste en el sacrificio de la libertad individual para obtener la libertad civil, con sus correspondientes derechos, prohibiciones, prerrogativas y obligaciones sociales. Lo que el hombre pierde por el Contrato Social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que intenta y puede alcanzar, lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee.
Y con la libertad civil, que limita, se gana el desarrollo y la civilización, y el precio que se paga para ello (perder esa libertad "ilimitada" con respecto a los demás, pero limitada con respecto al futuro) es un precio que merece la pena pagarlo. Pero las dudas siempre siguen siendo las mismas después de Juan XXIII, Fernández-Galiano, Rousseau , Josserand y Einstein: ¿Quién fija las fronteras? ¿Quién es el supremo árbitro? Empero, el mundo no puede quedarse estático bajo el lamento permanente de los conflictos cotidianos, ni puede el hombre abandonar su lucha por conquistar una sociedad más justa, puesto que en este caso la parálisis y el abandono son los primeros síntomas del cáncer de la anarquía y del caos… y en suma, los primeros síntomas de la muerte.
Y es precisamente avanzar y conquistar lo que el hombre pretende día a día, tratando de definir una frontera más, tratando de alumbrar una zona de penumbra.