La manipulación genética
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Desde el punto de vista más general, no parece original tratar de las relaciones entre la vida, la moral y el delito, porque uno de los principios fundamentales de todo ordenamiento jurídico, desde los albores de la civilización, ha sido el del respeto a la vida y a la integridad física y moral de los seres humanos, principio que, además, se ha incorporado en las leyes penales de todo el mundo, mediante la tipificación y el castigo de los delitos contra la vida, contra la integridad corporal y contra la dignidad de las personas.
Pero hoy, la palabra bioética tiene una denotación diferente. Se refiere al derecho que pueden tener las personas sobre su vida, su cuerpo y su fisiología, y a los límites entre lo lícito y lo ilícito en ese campo.
En este plano, doctrinas morales y jurídicas modernas se enfrentan a varios desafíos trascendentales: la inseminación artificial, el trasplante de órganos, la manipulación genética, la eutanasia, el aborto y el suicidio.
La inseminación artificial para crear un ser humano, mediante la unión de un óvulo y un espermatozoide, pero sin la unión sexual del hombre y la mujer. El trasplante, que consiste en la ablación de la parte del cuerpo de una persona para incorporarla al organismo de otra persona. La manipulación genética, como la posibilidad de introducir artificialmente cambios en el genoma humano. La eutanasia, que es la muerte producida en personas que, por adolecer de enfermedades terminales, reclaman su derecho a morir para evitar los dolores físicos y morales de largas agonías. El aborto, como la interrupción inducida o provocada del embarazo, para evitar el nacimiento del niño. En fin, el suicidio como acción de una persona que por su propia decisión y con sus propios actos pone fin a su vida.
En cualquiera de estos casos se plantea, como elemento común, el dilema jurídico y moral de establecer las atribuciones de los seres humanos y de trazar el límite de lo permitido y lo prohibido. Todos ellos giran alrededor de un concepto fundamental: la vida como fenómeno biológico y como valor moral y jurídico.
Parece, entonces, necesario, para partir desde el principio, reflexionar sobre lo que es la vida y el ser humano, máxima expresión del mundo biológico, sujeto y objeto, primero y último de todo derecho. Y, por lo tanto, tratar de precisar cuál es el origen de la vida humana.
Pero no existe un punto de partida único para investigar ese principio. Para quienes profesan religiones basadas en la creencia de que existe un Dios único, creador y juez de los hombres y las mujeres, descendientes de una primera pareja, tales como el cristianismo, el islamismo y el judaísmo, no existe problema alguno, porque para ellos todo es muy sencillo, ya que se parte del supuesto de que el mundo y sus habitantes actuales son exactamente iguales a los de la creación. El cosmos, la tierra, los seres vivos, en resumen, todo el universo orgánico e inorgánico fueron, son y serán los mismos, desde y por todos los siglos.
Todo lo creado es obra de un ser omnipotente, infinito y perfecto, quien sin embargo, dio paso a muchas imperfecciones. Además, hombres y mujeres reciben un alma como emanación divina, alma que aspira a volver a las moradas del Dios creador.
Pero como el mundo no es perfecto, los seres humanos quedaron expuestos a los rigores de los fenómenos naturales y a la perfidia de sus congéneres. Para contrarrestar los peligros derivados de los fenómenos naturales, Dios les dio inteligencia y raciocinio con los que descubrió los secretos de las leyes naturales, y capacidad y destreza para dominarlas y aprovecharlas en beneficio de su bienestar. Para evitar y remediar los ataques entre los hombres, les dio un código religioso, moral y jurídico, en los libros sagrados del Pentateuco y del Corán, por ejemplo.
El límite entre lo lícito y lo ilícito resultaría entonces bastante claro, puesto que para encontrarlo bastaría acudir a los mandatos de Dios recogidos en los libros. Pero, como sabemos, no siempre las reglas de los libros sagrados son suficientemente explícitas; por el contrario, admiten diversas interpretaciones, y por eso se comprende que haya varias corrientes dentro de una misma religión.
De lo dicho resulta que, aun dentro de los linderos de las doctrinas religiosas, aparecen acontecimientos de la vida donde no ha sido fácil hallar una solución ética unívoca para resolver el dilema entre el bien y el mal. En consecuencia, siempre habrá que contar con la inteligencia y el sentido ético para dictar las leyes que señalen el límite entre lo lícito y lo ilícito.
De otro lado, para quienes no creen en un dios creador, el mundo actual y sus habitantes son resultados de una lenta e incesante evolución de la materia.
La ciencia ha demostrado que todo el universo está compuesto de aproximadamente 100 elementos químicos que ahora integran la tabla de Mendeleyev. Hasta en la más remota galaxia no se ha encontrado que haya algo diferente a los elementos químicos, cuyas partículas elementales, los átomos, están compuestos de protones, electrones y neutrones, y en último término de los "quarks", que hasta lo que hoy conoce la ciencia, constituyen la expresión mínima de la unidad del universo.
En el transcurso de miles de millones de años, esos elementos se unieron para formar las moléculas: las moléculas, a su vez, se combinaron y se diversificaron para dar paso a la constitución actual del planeta, con sus montañas, ríos, mares, valles, nubes, vientos, continentes, islas y las profundidades del mar. De repente, no se sabe todavía cómo, aunque se hayan esbozado algunas teorías, la combinación de las moléculas produjo el tránsito de la molécula inorgánica a la primera célula orgánica, tal vez un aminoácido, origen primero de la vida en nuestro mundo.
Corpúsculo microscópico y asombroso que adquirió, por primera vez, la posibilidad de la reproducción. De allí en adelante la biogénesis ha evolucionado, desde los protozoarios, seres de una sola célula, hasta el más perfecto de los metazoarios: el ser humano, infinitamente superior a todas las especies biológicas, con una gama inmensa de posibilidades y de atributos que lo llevaron a tomar conciencia de sí mismo, a descubrir valores ínsitos e inseparables de la condición humana. Desarrolló sus aptitudes intelectuales para elaborar la ciencia y la técnica, descubrió su sensualidad, creó la belleza y disfrutó de ella, en una palabra, se sintió digno y excelso, se respetó a sí mismo y quiso que todos se respetaran unos a otros. Se pone de manifiesto, entonces, la gran paradoja de pensar cómo un conjunto de simples átomos materiales, al conjuro de las leyes de la bioquímica se convirtió en un ser humano, amo y señor del mundo conocido.
Pero este ser humano se encontró también con otros seres humanos y hubo la necesidad de limitar el ejercicio de sus atributos frente a los de los demás. Estableció entonces los linderos entre unos y otros, inventó los derechos y las obligaciones recíprocos, para consolidar su vida, su seguridad, su bienestar y su felicidad y disfrutarlas junto con los demás miembros de la especie humana.
La ciencia, curiosa e insaciable, ha avanzado trechos largos abriendo cauces para nuevas posibilidades de bienestar y de felicidad, aparte de que la vida misma, individual y social, plantea nuevas interrogantes que requieren una solución. Entre ellas, unas de las más inquietantes se refieren a determinar el derecho que tienen las personas para disponer de sí mismas, esto es, de su vida, de las partes de su cuerpo, de sus secreciones naturales y de su descendencia.
Las doctrinas religiosas ponen un límite: Nada debe hacerse que signifique un desacato a las leyes divinas, nada que ponga en peligro la salvación del alma, nada que, en definitiva, sea un pecado. Bajo estos cánones, hasta podría pensarse que los cataclismos, los desastres naturales, los accidentes, las enfermedades y la muerte, estaban predeterminados por Dios y que el hombre nada debía hacer para oponerse a sus designios, sino someterse, impotente y humilde, como el santo Job.
El hombre, como decíamos antes, desarrolló su inteligencia, y llegó a creer que no todos los males estaban inexorablemente determinados por Dios, puesto que si le había dado talento, era porque implícitamente lo autorizaba para modificar el mundo, para contener el furor de las fuerzas naturales, para combatir a la enfermedad y la muerte, y para asegurar la supervivencia a través de sus descendientes.
Para el materialista, no existe la regla divina que separa el bien del mal, pero existe, o debe existir, con el mismo vigor, la necesidad de mantener el respeto consigo mismo y para los demás.
En resumen, cualquiera que fuera la ideología del jurista o del criminólogo, su tarea normativa debe asentarse sobre el principio del respeto y amor al prójimo, de no hacer a otro lo que no quisiéramos para nosotros, y aun mucho mejor, esperar de los demás lo mismo que nosotros estamos dispuestos a darles.
Después de estas consideraciones preliminares, nos toca entrar en el terreno de la Criminología, ciencia que, entre sus cometidos más importantes, tiene el de estudiar al delincuente, procurar medidas para su rehabilitación, determinar las causas del delito, criminalizar y descriminalizar conductas.
En su largo recorrido por el tiempo, la Criminología pensó en el siglo XIX que el hombre era un simple producto biológico, que su constitución psicosomática podía predisponerlo para convertirlo en delincuente; más adelante, creyó que todo ser humano gozaba plenamente de libre albedrío y que solo su voluntad lo llevaba, después de discernir conscientemente entre el bien y el mal -determinados y catalogados en las leyes-, a infringir la norma jurídica; posteriormente, creyó que el delito era un mero producto social, que el hombre nace bueno pero que la vida social lo corrompe; y, finalmente, se ha sostenido que el Derecho Penal es un instrumento de control político de las clases dominantes sobre las masas populares.
Así, entre lo biológico, lo jurídico, lo social y lo político se ha debatido y se debate en Criminología. Creo, sinceramente, que ninguna de las teorías es la única verdadera y excluyente de las demás. Creo que en el fenómeno delincuencial influyen todos esos factores, porque resulta obvio que quien comete un delito es un ser humano con todo su caudal biológico y sicológico; que es un ser que vive en sociedad y que, por lo tanto, recibe oleadas de estímulos sensitivos y emotivos derivados de la complejidad de las relaciones sociales; que es también un individuo sujeto al ordenamiento jurídico; y, por fin, que es súbdito de un Estado donde las relaciones de producción han creado sistemas de dominación política de unas clases sociales sobre otras.
Sin embargo, los avances de la ciencia biológica nos obligan a volver la vista al pasado y actualizar la discusión criminológica sobre la posible predisposición genética del delincuente.
Ahora se sabe, mucho después de Lombroso, que cada persona cuenta con un patrimonio genético compuesto de 23 pares de cromosomas heredados de sus progenitores; en cada par de cromosomas, uno proviene del padre, el otro de la madre. Los cromosomas, a su vez, están constituidos por los genes en los que el ADN (Acido desoxirribonucleico) contiene todo el programa biológico que controlará la división del embrión primigenio, constituido por la fecundación del óvulo materno por el espermatozoide paterno. Las instrucciones impartidas por el ADN regulan la división del embrión primario en miles de millones de células que, paulatinamente, se van diferenciando para formar los diferentes tejidos del futuro ser humano.
El conjunto de los millones de genes de cada ser humano conforma el genoma que transmite de generación en generación las características comunes de la especie y las específicas de cada individuo. Así, todos somos hijos y padres de seres humanos, aunque con diferencias en cuanto a la estatura, el color de la piel y de los ojos, gestos y comportamientos, etc.
En la transmisión del patrimonio genético pueden producirse anomalías, llamadas mutaciones, que modifican la constitución del ADN y que pueden producir enfermedades genéticas físicas y mentales. Hoy se conocen muchas enfermedades genéticas, que son la causa del 30% de la mortalidad infantil y el 25% de discapacitaciones funcionales. Para tratar tales enfermedades, es preciso empezar por identificar y localizar el cromosoma en el que se aloja el gen alterado responsable de la enfermedad y determinar la naturaleza de su anormalidad, para poder ensayar métodos terapéuticos.
Los avances en la investigación genética abren perspectivas hasta hace pocos años insospechadas para mejorar la salud física y mental de las personas, pero, también, posibilidades sombrías que amenazan los valores éticos ínsitos en la dignidad humana. Piénsese, no más, en la posibilidad de que se puedan fabricar seres humanos con fines protervos.
Y no solo mejorar la especie es una de las posibilidades de la ingeniería genética; también se trata ahora de la inseminación artificial, para producir hijos sin la necesidad de la relación sexual entre hombre y mujer.
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