La Fuerza de la Inquisición y La Debilidad de la República
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I. SISTEMAS JUDICIALES Y DEBILIDAD DE LA LEY.
La historia de la legalidad en América Latina es la historia de la debilidad de la ley. Esta frase que parece dramática o exagerada (y, sin duda, su formulación es excesiva) deja de parecerlo cuando nos enfrentamos a un sinnúmero de acontecimientos cotidianos: normas claras, clarísimas, de nuestras Constituciones que son incumplidas sin mayor problema, derechos elementales que son considerados meras expectativas o utopías sociales (cláusulas programáticas), abusos en las relaciones sociales que contradicen normas indubitables de la legislación común, ilegalidad en el ejercicio de la autoridad pública, privilegios legales o administrativos irritantes, impunidad generalizada y otras tantas manifestaciones similares que cualquier ciudadano común no tendría ningún problema en enumerar o le alcanzaría con repetir simplemente los dichos populares que expresan la profundidad del descreimiento social en el valor de la ley.
Este estado permanente de anemia legal no es un producto de la época. No lo podemos describir como una crisis de legalidad, porque eso presupondría que en algún momento de nuestra historia imperó la ley y que luego se debilitó por algún conjunto de circunstancias. Una perspectiva de esa naturaleza, bastante común en los discursos públicos que apelan a una pasado de gloria, nunca bien delimitado, nunca bien documentado, nos daría una visión empobrecida de nuestro problema. Desde su nacimiento el Estado indiano se configuró como un sistema de privilegios encubierto por una maraña de legalidad ineficaz. Algunos explicarán esa contradicción como el intento fallido de frenar la reconstrucción del sistema feudal en la nueva América (intento que finalmente produjo igualmente un sistema feudal sin legalidad feudal) otros dirán que la bondad de los monarcas y sus sacerdotes intentó frenar la codicia de los adelantados (y finalmente resulto esclavismo y servidumbre sin “esclavos ni siervos”) o que las distancias, los problemas de comunicación, la vastedad y feracidad de un territorio conspiraban contra las buenas intenciones de la Nueva o Novísima Recopilación. Estas y otras explicaciones similares –en verdad de escaso valor explicativo frente a un fenómeno histórico tan complejo- nos han servido para ocultar las nuevas ilegalidades que cada época histórica producía, generando una sucesión cíclica de emergencias que se repararaban con emergencias, de ilegalidades que convocaban a otras nuevas. Hasta el presente nos cuesta en América Latina hallar el camino de la fortaleza de la ley y nos sumergimos permanentemente en la “lógica de la emergencia”.
Por supuesto, debilidad de ley ha sido también debilidad de la razón jurídica. No sólo porque la razón de Estado ha imperado en nuestra historia sino porque también en las relaciones sociales poco ha importado la referencia a la ley o cuando se la ha utilizado ha sido más para ratificar el poder del poderoso que para fortalecer la debilidad de quien efectivamente necesitaba recurrir a la razón jurídica. Tampoco aquí podemos hablar de crisis sino de un largo proceso histórico y social de debilidad que ha impedido que la institucionalidad se entremezclara con nuestra vida cotidiana como un sistema de reglas igualitarias antes que como un refugio para privilegios mayores o menores.
Entre la debilidad de la ley y la anemia de la razón jurídica se ha moldeado nuestra cultura jurídica. Bajo dos formas predominantes: una, la forma curialesca que ha hecho del saber jurídico un saber de formas, cabalas y rituales insustanciales y a la enseñanza una trasmisión artesanal de gestorías; la otra, el conceptualismo que ha permitido crear otro saber jurídico paralelo al curialesco –pese a su desprecio por él- también des-preocupado por construir fuerza para la ley y entretenido en miles de clasificaciones arbitrarias y tan insustanciales como los trámites del gestor. Por otra parte, ambas formas han constituido a la cultura jurídica como una cultura profesional y no como una cultura de la ciudadanía. Pese a ello, cada vez que se vuelven evidentes los defectos y debilidades de esa cultura jurídica, se carga el fardo nuevamente en la espalda de una ciudadanía que tiene muy pocas razones valederas para creer en la ley y en el derecho. La autonomía del conjunto de prácticas profesionales que constituyen predominantemente el mundo jurídico y que se desentienden de los efectos sociales que producen constituyen hoy uno de los mayores obstáculos para el desarrollo de una república democrática. Nuestra cultura jurídica es, en gran medida, un reservoreo autoritario que se reproduce a través de otras prácticas de enseñanza, formal e informal, que todavía no hemos aprendido a criticar en profundidad y menos aun a modificar. Ella ha sido moldeada por la tradición inquisitorial y, a su vez, reproduce y perpetúa esa tradición del modo más fuerte posible, es decir, sin gran conciencia de ello.
Esta visión exagerada – debe serlo por razones comunicacionales, para volver visible una realidad a la que estamos tan acostumbrados los abogados, está tan enrevesada con nuestra vida cotidiana, que difícilmente sea percibida sino es pintada con colores fuertes, aunque esa pintura distorsione en algo lo que necesitamos ver-, no es el producto de circunstancias particulares. Es el modo como la primera etapa del “estado moderno”, que se constituye alrededor de las grandes monarquías absolutas resuelve el problema de la “gestión del nuevo mundo”.
Como nos ha enseñado Dussell, América Latina cumple un papel importante en el nacimiento de la modernidad. La Europa que pugnaba por entrar en el gran sistema interregional (que se encontraba al oriente de ella) y que tras lo siglos todavía se hallaba cerrado en gran medida a su comercio e influencia (Lepanto estableció un statu quo, pero también una barrera infranqueable). La búsqueda de nuevas rutas que financiaba el capital italiano hubiera sido totalmente distinta si Europa no se hubiese “topado” con la inmensidad de América. Allí nació no sólo un nuevo “mundo” sino que en gran medida, junto con la circunvalación completa de Africa se constituyó “el mundo”, el “sistema-mundo (Wallerstein) que modificó totalmente la cultura y la economía del Occidente en expansión.
Para asegurar y “administrar” esa expansión, nace un nuevo modelo de Estado, una nueva forma de concentración de poder que deja atrás el sistema feudal y su legalidad estamental, para ejercer “soberanía” sobre territorios más vastos, supuestamente habitados por una nación. Nace asi el Estado-Nación, cuya crisis hoy percibimos pero que todavía no ha dejado de existir. Esta Estado-Nación se caracteriza por nuevas necesidades de gestión y para ello necesita también reducir la complejidad, anular la diversidad. La “razón gestiva” será el gran instrumento de la modernidad para simplificar el mundo, elaborar categorías unitarias frente a lo diversos, abstracciones frente a fenómenos particulares y concretos inmanejables. Una nueva forma de la razón instrumental que no es sólo ni principalmente producción sino, antes que nada, administración de la diversidad hacia fines productivos concentrados. Simplificación, reducción de la diversidad, cosificación, concentración de poder, abstracción, serán otras palabras para el proyecto político de “una nación, una religión, un rey”. De este carácter abarcativo nace la fuerza de la modernidad inicial y la persistencia de muchas de sus ilusiones, que hoy vemos desmoronarse frente a una nueva etapa de la globalización que reclama también un nuevo tipo de estado moderno, aunque con las mismas técnicas de simplificación y la misma realidad de poder concentrado.
Esta primera etapa del Estado moderno consolida un nuevo modelo de sistema judicial que es el sistema inquisitorial. A partir de la recepción del derecho romano tardío (Corpus Iuris Civile) y del proyecto de la iglesia romana de consolidar su primacía se van incorporando a partir de siglo XII las viejas técnicas de la “cognitio extraordinem” que nunca constituyeron la esencia del funcionamiento del sistema judicial romano sino su adaptación a las necesidades imperiales. Pero será en el siglo XVI cuando se consolida el sistema inquisitorial como el nuevo modelo judicial de los Estados-Nación, administrados por la monarquía absoluta. El “malleus malleficarum” (1479) será la obra que le dará sustento moral, religioso y técnico al nuevo sistema, junto con las obras de Bodino, las prácticas de Spina y las veleidades de Jacobo I.
La incorporación del sistema inquisitorial no será la adopción de meras técnicas procesales, sino un giro copernicano respecto de las prácticas judiciales anteriores, que extiende sus efectos hasta nuestros días. El se constituirá como un sistema judicial (y un sistema de legalidad) completo, que tendrá las siguientes características:
a) frente a la diversidad de los conflictos y las antiguos formas de dirimir los pleitos entre partes, nace el concepto de infracción. Este concepto es capital para entender todo el desarrollo del derecho penal y procesal penal hasta nuestros días. En cada conflicto (el pleito de Juan con Pedro- conflicto primario-) se superpondrá otro, más fuerte y principal que es el pleito entre el infractor y el monarca, es decir, la relación de desobediencia. (conflicto secundario). A partir de entonces y hasta el presente el derecho penal dirá “ lo que me interesa Juan no es que le hayas pegado a Pedro sino que en tanto le has pegado a Pedro, me has desobedecido, a mí el monarca, o al orden que he establecido, esa será la causa y la razón de tu castigo.
b) La administración de justicia se organiza a través de un cuerpo de profesionales, tanto los juzgadores como un nuevo personaje que será el Procurador del rey, quien ocupa (y ocupará hasta el presente) el lugar de la víctima, primero a su lado y luego desplazándola completamente. Estos cuerpos de funcionarios (que a su vez darán nacimiento a la “abogacía moderna”) serán organizados de un modo piramidal, como corresponde a la idea de la concentración del poder jurisdiccional en el monarca. Sucesivos estamentos de esa pirámide tendrá mayor poder: de todos modos el último escalón de ese modelo de organización será el menos poderoso y sus decisiones siempre provisionales, ya que por el sistema de consultas obligatorias o de medios de impugnación sus decisiones siempre serán revisadas. Este modelo de verticalización que rompe con la idea tradicional según la cual el juez es el juez de primera o única instancia, continuará hasta nuestros días y será una de las características más fuertes del sistema inquisitorial.
c) De la mano de lo anterior se abandonan las formas adversariales propias del derecho romano y germánico y se adapta el funcionamiento del sistema judicial a la preeminencia del conflicto secundario, es decir, a la relación de desobediencia. El duelo será entre el infractor y el restaurador del orden (el inquisidor, representante del monarca o de su orden público). Este duelo se desarrollará a través de un trámite (sin duda desigual) cuyo objetivo no será la decisión final (la sentencia) sino restaurar durante el trámite y gracias a él, la relación de obediencia (confesión como sumisión). Desde entonces se ha establecido la primacía del trámite y ese trámite como ejercicio de poder. Nuestros actuales sistemas de justicia penal conservan todavía esta característica y ello explica la persistencia del expediente como práctica fundamental y fundacional de nuestros sistemas judiciales. El trámite es la expresión material del conflicto secundario.
d) Se adopta la forma escrita y secreta. Ambas dimensiones son parte de lo mismo. En el proceso inquisitorial no se establece un diálogo ni un debate, sino una relación de poder orientada a obtener sumisión. De allí que el infractor (que ya está constituido como tal una vez que ingresado al sistema inquisitorial, es decir se ha admitido la denuncia, algo similar a lo que ocurre con el actual uso de la prisión preventiva) sea un objeto que debe ser transformado (cosificación, despersonalización que dura hasta nuestros días). La escritura y el secreto constituyen un nuevo mundo judicial, autoreferente, autista respecto al entorno social, con un lenguaje propio (todavía se habla en los tribunales de un modo distinto y se usan fórmulas antiguas del español), preocupado preferentemente de sus reglas internas, de sus mandatos de adaptación, etc. De este mundo cerrado nacerá la cultura inquisitiva que es la matriz básica de funcionamiento de nuestros actuales sistemas judiciales.
e) Los defensores y los juristas de las nacientes universidades se integran al sistema inquisitivo y predomina la identidad corporativa a la diferencia de funciones. De este modo el conjunto de abogados gira alrededor y conforma el mismo sistema inquisitivo, ya sean jueces, promotores, defensores o profesores de derecho. Este carácter abarcativo del sistema inquisitorial, sustentado originariamente por la idea de cruzada moral en la que no había otra posibilidad que estar en un bando o en otro (si el infractor es inocente Dios descubrirá su inocencia, si es culpable, su defensor es su cómplice) mutará de formas hasta el presente pero dejará la impronta de una comunidad profesional también autoreferente y con fuertes patrones de adhesión y pertenencia. Ello hace que el problema del sistema inquisitorial sea también un problema del ejercicio de la abogacía y de la enseñanza universitaria.
f) Finalmente, toda esta organización, que parece fuertemente estructurada a través de normas y prácticas escritas, de estamentos profesionales, de un lenguaje técnico, del secreto y la solemnidad, de fórmulas inconmovibles es, al contrario, extremadamente débil, porque toda esta estructura se sostiene en un vértice de poder con capacidad de establecer excepciones, de saltar etapas y pasos, de imperium sin fundamentación, de remover o sancionar a sus funcionarios (que son empleados del rey, del gobierno, del Estado), de perseguir a defensores y juristas, en fin, una fachada de rigidez y fortaleza que esconden una estructura débil y sumisa. En los sistemas inquisitoriales el concepto de independencia judicial es inaplicable porque se trata de un modelo de administración de justicia pensado y organizado sobre la base de la sumisión del funcionario.
En nuestros países se traslado esta maquinaria judicial pero con características especiales. No en cuanto a su funcionamiento u organización sino en cuanto a su adaptación al sistema fraccionado de poder de este vasto continente. Como ya hemos dicho la legalidad inquisitorial no pudo siquiera cumplirse como tal porque el poder concentrado no tuvo la capacidad de extender su poder del mismo modo que en la España recién “unificada”. Nuestro sistema feudal sin legalidad feudal, convivió con una legalidad inquisitiva (totalmente contraria a la legalidad feudal) que no podía ni debía aplicarse. De allí las tensiones que a los largo de los siglos existieron entre la legalidad de los monarcas y las reglas efectivas del Estado indiano. Esto influyó en nuestro desarrollo institucional de dos modos que constituyen las dos caras de una misma moneda: una impidiendo que se desarrollara una legalidad y una práctica judicial que cumpliera una función real en la vida económica y social; la otra generando un espacio ficcional de proclamas y falsas obediencias (se acata pero no se cumple) que tranquilizaba a los monarcas y les permitía aprovechar lo real (las remesas de metales preciosos) sin renunciar a la legitimidad de lo formal (las leyes de indias).
Cuando España decide “administrar” sus reinos bajo otras formas (las reformas de Carlos III) ya se desencadena el fin del imperio español en América. Esta doble configuración de la legislación indiana tuvo dos efectos que duran hasta el presente: uno impidió el desarrollo de algo así como una “ley de la tierra” (buena o mala, pero arraigada en la vida social creando una práctica social de gestación de legalidad). Al contrario la vida social quedó regida por la arbitrariedad y el interés inmediato. Por otra parte, generó un mundo de ficciones y fantasías de legalidad (las repúblicas aéreas en la terminología bolivariana), alimentado por un sistema judicial y una corporación profesional que lo convirtió en su mundo. La artificialidad del mundo de la legalidad se convirtió en el “mundo real” de la corporación jurídica. Tal como ocurre hasta el presente.
II. ESPERANZAS Y FRACASOS DEL PENSAMIENTO REPUBLICANO.
No sólo nada es tan lineal como ha sido expuesto, sino que la configuración histórica de los sistemas inquisitivos y el derecho penal de la infracción que le es propio fue objeto de agudas y permanentes controversias. Desde los inicios mismos del sistema inquisitorial, la obra teórica y práctica de los inquisidores fue objetada y combatida. No sólo los excesos de un Bartolomé Spina sino el propio Malleus Malleficarum, encargado por el mismo Papa a los inquisidores Sprenger y Kramer fue considerado como una obra tendenciosa y odiosa por sus contemporáneos. En un primer momento Wyer y los movimientos vinculados a Erasmo de Rotterdamm consideraron esos libros y la persecusión que provocaban el mejor ejemplo del interés en mantener la superstición y lucrar con ella. Mucho más certera aún fue la crítica del defensor de brujas Francisco Spee. El nombre de su obra “Cautio criminalis” nos anticipa un debate que recorrerá la historia hasta nuestros días y que surge no tanto de ideales como de la constatación terrible del abuso, del castigo a inocentes, de la violencia sin control y del apego a ella por parte de los déspotas y sus burócratas.
Pero esos movimientos fueron anticipación de algo mucho más abarcador e importante: la crítica a la justicia del “Ancién régime” que llevará adelante el movimiento de la ilustración. De la defensa de Callas por Voltaire, hasta la epítome de Carrara, pasando por Beccaria, Filangieri, Montesquieu o Pagano nos hallamos ante uno de los mayores esfuerzos por desmontar el modelo inquisitorial y sentar las bases de una justicia penal republicana, tanto en el plano cultural como en diseño de una nueva ingeniera institucional. Asimismo desde el Plan de Legislación Criminal de Marat hasta el Código de Baviera de Anselm v. Feurbach, asistimos al mejor intento de llevar a la práctica los principios políticos de la República en el ámbito de la justicia penal, generalmente en condiciones sociales y políticas adversas. Esta generación de pensadores que nutrió tanto al despotismo ilustrado como al republicanismo más extremo, ha sentado las bases y los grandes modelos de comprensión del problema judicial hasta nuestros días.
Sin embargo, así como la Monarquía absoluta encontró en la Inquisición a su instrumento de control y dominación, el nuevo estado moderno, de cuño bonapartista, diseñará un nuevo modelo judicial, que recoge todas las características del sistema inquisitiorial y les da nuevos bríos (ahora será la “legislación moderna” que copiarán todos los estados europeos y latinoamericanos hasta bien entrado el siglo XIX) y también lo perfecciona dotándolo también de una policía moderna y de una pretensión de exhaustividad (expresada en el concepto de la acción pública) que repotencia al derecho penal de tipo infraccional. El Código de Instrucción Criminal de 1808 restaura la inquisición pese a los esfuerzos que habían hecho los ilustrados. El predominio final de los magistrados que consideraba a la legislación francesa de 1670 como la culminación de la sabiduría jurídica terminaron por imponer sus costumbres y sus prácticas, funcionales al nuevo modelo de poder concentrado.
Es así como se consolida el derecho procesal penal de las grandes burocracias judiciales. Las aspiraciones principales del pensamiento liberal: el enjuiciamiento publico, los jurados, la determinación precisa de las leyes y las penas, el discernimiento claro de las pruebas, la aplicación de la razón al juicio penal, la tajante división entre derecho y moral, el respeto al fuero íntimo, la abolición de la tortura, la imparcialidad e independencia de los jueces tardará todavía bastante en imponerse en la adopción formal de las leyes y espera todavía su tiempo ante las prácticas inquisitoriales que todavía son moneda corriente en nuestros sistemas judiciales.
La recepción de los modelos franceses por el resto de la Europa continental y, en especial, por las nuevas “naciones” Alemana e Italiana, en la segunda mitad del siglo XIX producirá textos procesales que renovarán la influencia de los modelos franceses. Además se genera un nuevo desarrollo teórico, que lentamente sacará al derecho procesal de la visión curialesca y pronto lo llevará al modelo conceptualista (del que se burlaba el mismo Ihering). Las nuevas reflexiones sobre la relación jurídica procesal (v. Bülow), la aplicación de las categorías de la también naciente Teoría general del Derecho, la polémica sobre la “actio” (Windsheid y Müther) y otros textos ya considerados clásicos, establecen los cánones del nuevo derecho procesal. Llevados a Italia por Chiovenda, desarrollados y ampliados por toda la escuela italiana (Calamandría, Carnelutti, Redenti, Allorio, Manzini, Florian y tantos otros) y pos los nuevos Códigos de 1913 y 1930, tendrán una gran influencia en toda América Latina de la mano de Couture, Alcalá Zamora, Alsina, Sentís Melendo, Velez Mariconde y toda una generación de procesalistas que se forma con ellos. Sin embargo, poco se advierte que todo ese aparato conceptual era una teorización sobre el sistema inquisitivo: que los supuestos conceptos abstractos se habían construido sobre la base de un modelo determinado de proceso penal y que éste había impuesto sus categorías diferenciales: el trámite por sobre el litigio, el trámite por sobre la decisión de fondo, la supuesta “neutralidad” de las formas procesales, la omnipotencia del juez que convirtió a los sujetos procesales en “auxiliares de la justicia”, la burocratización de las formas, de las notificaciones, de las citaciones, el casuismo convertido ahora en feracidad clasificatoria, la ausencia de una reflexión política que escondía una alta funcionalidad política; en fin, así como las viejas doctrinas morales y religiosas ocultaban las verdaderas funciones de la inquisición, el nuevo derecho procesal y sus teorías generales nos mostraban un sistema judicial muy diferente del que existía en la práctica y nos ocultaba sus verdaderas funciones en el marco de la debilidad de la República.
Cuando observamos este proceso en el terreno de nuestros países, más titánicos son los esfuerzos por construir una justicia republicana (todavía esta pendiente una investigación que rescate todos los textos sobre la administración de justicia producidos en la primera mitad del siglo XIX y los analice en perspectiva regional) y más estrepitosos los fracasos. Lo que es claro es que la generación republicana de América, al igual que los ilustrados, tenía claro el papel de una reforma total de la administración de justicia, que dejara atrás para siempre las prácticas inquisitoriales. Tenía claro, también, que esa tarea no era sólo una tarea “jurídica” sino que era una de las mayores contribuciones a la fundación de repúblicas, objetivos tan caro, sino más, que la propia independencia. Pero todos los intentos, desde los radicales como los “Códigos Livignston” de Guatemala, hasta los menos agresivos como los “Códigos de Procederes” del Mariscal de Santa Cruz en la Federación Boliviano-Peruano, pasando por innumerables intentos en las leyes, en los reglamentos y en las nuevas Constituciones, fueron derrotados por la práctica cotidiana de la abogacía, por la fuerza tremenda de las rutinas y los trámites, por la visión curialesca (de la cual la Curia Filípica de Hevia Bolaños, usado durante mucho tiempo y similar en su forma a muchos de los actuales manuales y guías prácticas de derecho procesal) o por un pensamiento jurídico que pensaba que la dogmática jurídica poco tenía que ver con el funcionamiento concreto de los sistemas judiciales.
Todo el siglo XX nos encuentra, entonces, con el sistema inquisitorial vivo y potente, aunque revestido de distintos ropajes:
1. Algunos países conservaban directamente el viejo modelo español totalmente escrito, secreto, con pruebas legales, con identidad entre acusador y juzgador. En definitiva el viejo modelo de la “Constitutio Criminalis Carolingia” o la Ordenanza Francesa de 1670 (Argentina en su sistema federal y en algunos de sus Estados, Chile, Paraguay, Venezuela, Uruguay, Nicaragua-con algunas variantes-,Honduras, Guatemala.). En ellos la identificación entre las prácticas inquisitoriales y el diseño formal era total.
2. Otros países fueron adoptando progresivamente durante el siglo XX las formas del Código de Instrucción Criminal Francés, ya sea directamente o por la influencia Italiana mayormente. No obstante estos sistemas se hallaban muy distorsionados en sus prácticas y de hecho funcionaban casi como sistemas escritos (Bolivia, Ecuador, Perú, Brasil, El Salvador, con adaptaciones más antiguas directamente del texto francés República Dominicana y Haití,)
3. Otros países, fueron adoptando o mantuvieron dentro del sistema mixto francés un desarrollo del juicio oral más cuidado, sin perjuicio de la fuerte influencia de la instrucción escrita (Córdoba y otos Estados argentinos, Cuba –con la ley de enjuiciamiento española de finales del siglo XIX), Costa Rica.
4. Finalmente otros países generaron sistemas más complejos, con componentes formales del sistema acusatorio, pero con prácticas inquisitoriales y escritas muy claras. En estos países es notoria la fuerte influencia del Ministerio Público que asume el papel que en otros países asumía el juez de instrucción. Pero en los hechos el funcionamiento se acerca en mucho al de los sistemas escritos, con algunos matices (Panamá, Colombia, México).
Con un ropaje u otro, el siglo XX no sirvió para que América Latina dejara atrás el modelo inquisitorial. Sólo hacía el final del siglo, desde mediados de los años ochenta y con mayor fuerza en la última década, se renovó la preocupación republicana por la administración de justicia. Esta vez, ligada además, a la necesidad imperiosa de construir sistemas democráticos efectivos y no meras fachadas o democracias fraudulentas. Venezuela, Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Honduras, Nicaragua, República Dominica, Costa Rica, Guatemala, El Salvador lograron finalmente remover las estructuras formales del antiguo sistema procesal y hoy se debaten, con mayor o menor éxito, en el intento de poner en funcionamiento sus nuevos modelos sin caer en las viejas prácticas inquisitoriales que una vez más demuestran su fuerza. Sería un nuevo fracaso volver a construir un ropaje “moderno” para el viejo sistema inquisitorial. Esa es la pelea que en esos países se está dando en estos momentos y se materializa en reformas y contrareformas, en ajustes y retrocesos, en una situación dinámica cuyo resultado todavía no se puede prever, pero que apela a seguir trabajando fuertemente en cada uno de ellos. Allí, la reforma del sistema inquisitorial está en marcha y el modelo de una justicia republicana pelea, nuevamente en circunstancias sociales y políticas adversas, por no quedar atrapado por las prácticas de los anteriores sistemas.
En otros países ha comenzado con fuerza el debate y la preparación de ese cambio: Brasil, México, Panamá, Colombia –pese a su dramática situación de violencia o Perú, quien debe retomar el camino que inició en la década de los noventa del siglo pasado y que el autoritarismo del régimen imperante y la manipulación del Poder Judicial dejaron en suspenso. En estos países es imperioso aprender de la experiencia de los otros y asumir como inevitable el costo de la transformación. Nadie cambiará cinco siglos de sistema inquisitorial sin una gran batalla y una época de traumas. Lo contrario es mera ilusión o excusa conservadora. Sin embargo, una adecuada preparación del cambio, una firme concentración de fuerzas en los puntos neurálgicos y el sostenimiento del proyecto de transformación en el tiempo, mediante ajustes y una evaluación permanente, aparecen como herramientas imprescindibles para encarar el abandono del sistema inquisitivo.
Lo que debe quedar claro de esta pequeña y simplificada historia, cuyo objetivo es mostrarnos como el espacio de lo judicial se configura históricamente, es que el siglo XX no ha sido exitoso en remover la justicia del “Ancién Régime” y sólo consiguió cambiar de ropajes a las mismas y viejas prácticas de la inquisición o a lo sumo desencadenar en sus postrimerías el proceso de cambio.
Para América Latina dejar atrás definitivamente el modelo inquisitorial y sus servicios al poder concentrado será una tarea del siglo XXI.
III. ESTRATEGIAS DE CAMBIO EN EL CAMPO DE LA JUSTICIA PENAL.
Cambiar la justicia penal no es cambiar un código por otro. Esto es así, pero con ello estamos diciendo muy poco. Y sobre todo nada estamos diciendo sobre qué significa cambiar la justicia penal. Lo primero que debemos tener en cuenta es que no es posible hacer evolucionar el sistema inquisitiva hacia formas adversariales. Las instituciones centrales del modelo inquisitorial son contrarias al sistema republicano de administración de justicia. Esto no significa, por supuesto, que la justicia penal como un conjunto de instituciones, discursos, prácticas, etc. no pueda ir cambiando de un modo de funcionamiento hacia el otro, pero esto es posible, sólo se introducen nuevas y distintas prácticas, totalmente contrarias al modo de funcionamiento inquisitorial.
Para comprender mejor este punto nos es útil mirar la justicia penal con una visión holística o de sistemas, como un conjunto de interrelaciones entre personas e instituciones que configuran un específico campo de actuación social. Ese campo –como cualquier otro campo social nos dirá Bourdieu- se define por lo que “está en juego”. En la justicia penal en particular lo que está en juego es el cómo, el para qué y el hacia quien de la violencia del Estado. El sistema penal es expresión de la política criminal del Estado y ella es la política pública que administra los recursos violentos estatales, en especial y primordialmente, la cárcel, cuyo carácter violento nadie puede negar. Tampoco debemos olvidar que la violencia que despliega el Estado y el modo como lo hace forman parte del total del nivel de violencia y de abuso de poder de una determinada sociedad en un momento dado. Podrá cambiar el sentido de la violencia, pero no su carácter y el abuso de poder es más grave aún cuando proviene del Estado.
La justicia penal configura un campo de interrelaciones y por lo tanto de actividad de actores. Actores personales e institucionales. De todos modos, actores institucionalizados aunque a veces fuertes características personales tengan una influencia determinante (el espacio de lo judicial no ha estado exento de los caudillismos que han florecido a lo largo de la historia de nuestra América). Estos actores serán más fuertes y más débiles y asumirán posiciones respecto del juego general que se desarrolla en ese campo y sus reglas. Su debilidad y su fortaleza se puede medir usando el término de capital, asumiendo que se trata en definitiva de un capital cultural o simbólico. Como ya hemos dicho el campo de la justicia penal se configura históricamente, esto significa que los actores, su capital, las reglas que usan en su interacción, el “sentido general del juego” y muchas de las alianzas entre esos actores ya están predeterminadas por la tradición. Por eso forma una estructura, un determinado patrón de funcionamiento que podemos aislar y analizar.
Ahora bien, esa estructura –en nuestro caso el modo inquisitivo de funcionamiento, con independencia de sus ropajes- si bien condiciona de un modo muy fuerte a los actores no los determina de un modo absoluto, porque si fuera así nada podríamos hacer dentro del campo de la justicia penal y solo un factor externo podría generar cambios (por ejemplo, un cambio en las necesidades del poder concentrado o su desaparición o una modificación central en cualquiera de las características del poder administrador, por ejemplo su fragmentación). De hecho se sostiene a veces que mientras no existan cambios en el modo de ejercicio “externo” al campo judicial, poco se logrará dentro de ese campo. No comparto esta perspectiva, aunque se debe asumir que la estructuración histórica del campo de la justicia penal ha sido condicionada fuertemente por las características y modalidades del ejercicio del poder “externo” a ella y que sin ciertos cambios que se han dado en ese poder en los últimos tiempos (democratización) poco podríamos hacer en el sistema de justicia penal. Pero la estructura no se “impone” totalmente a los actores, así como ella no es el resultado de algo distinto a la “práctica” de los mismos actores. Se trata de un patrón de interacción y por lo tanto de acción humana o acción institucional, fuertemente condicionada pero no determinada en absoluto.
Lo que llamamos “tradición inquisitorial” es el conjunto de factores que condicionan fuertemente la actuación de esos actores. Estos factores son tanto prácticas internas como externas que finalmente constituyen la estructura del campo como la subjetividad de los actores, en una relación que no se puede explicar bajo la lógica de lo interno o la externo, lo objetivo y lo subjetivo. No es un problema de un escenario ya estructurado donde los actores actúan con cierta “mentalidad”, sino de una imbricación mucho más compleja de prácticas, unidad inescindible de “objetividades” y “subjetividades”. La tradición inquisitorial impone reglas de juego, asignaciones de capital (y poder) entre los actores, alianzas y estrategias entre ellos y finalmente define lo que estará en juego, es decir, la violencia del estado, tanto en su intensidad (vgr. el estado de la cárcel o la impunidad), en sus destinatarios (la criminalidad común o ciertas clases sociales) y en sus formas (la aplicación directa, es decir, mediante acciones policiales o prisión preventiva). Pero, insisto, esta determinación no es absoluta y existe la posibilidad de introducir “prácticas nuevas” poco funcionales a la estructura inquisitorial y a las necesidades del “poder externo”. Pero de todos modos, quien quiera introducir prácticas nuevas deberá tomar en cuenta la estructura que sostiene la “tradición inquisitorial”.
Veamos lo mismo con un ejemplo. El “expediente judicial” el “su-mario” la “causa” -o como se lo llame en los distintos países- es un conjunto de prácticas provenientes de la “tradición inquisitorial” que conforman toda una estructura de funcionamiento. Este “expediente” (que para legitimarlo algunos llaman “juicio” cuando es todo lo contrario a un juicio) es tanto una realidad objetiva como una realidad subjetiva. Más precisamente, es un modo de interacción entre actores que se objetiviza, pero que es producción de la subjetividad de esos actores. Estas dos dimensiones son inescindibles, el expediente esta tanto en el mundo exterior, por así decirlo, como en el espíritu de quien lo fabrican día a día, por rutina, convicción o sin clara conciencia de que lo están haciendo. La fuerza estructurante de la tradición se manifiesta en el carácter sacramental de ese “expediente”, que reclama ser custodiado, cosido, foliado, etc. como si fuera un objeto de culto y las fallas en su mantenimiento (la falta de firmas, su pérdida, errores en la foliatura, etc.) se consideran faltas graves del funcionamiento de la justicia penal.
Si analizamos con mayor detalle el “tipo de interacción entre prácticas” que se objetiviza en el expediente, podremos observar que normalmente el ejercicio directo de la violencia queda apenas registrado o fundamentado, que existen muchas actividades repetitivas de fórmulas, que el mantenimiento de la secuencia o el trámite se impone a cualquier otra consideración, que los involucrados en el drama real son convertidos en “actas” y desaparecen como personas de carne y hueso, que no existen discusiones, sino innumerables peticiones a la “autoridad”, También podremos observar la posición de los actores. Por ejemplo, la policía tiene poca aparición pero está vinculada a las actuaciones relevantes y en particular a las que fundan la prisión, quien “instruye”, sea el juez de instrucción o el fiscal, actúan sin control y poco o nada controlan a la policía, quienes deben juzgar están condicionados totalmente por quienes han instruido, cuando no son los mismo, etc. Tras la “rutina” del expediente fácilmente se descubre la autonomía de la actividad policial, la falta de control de los fiscales o los jueces sobre ella, que muchas veces se encubre tras la “sobrecarga de tareas” producto de realizar actividades artificiales o de mucha menor importancia, la inexistencia del juzgamiento imparcial y público. La ausencia de estas prácticas marcan alianzas –también fuertemente estructuradas por la configuración histórica y por ello poco conscientes entre la policía, los fiscales y los jueces.
Cambiar la justicia penal no es cambiar un Código procesal por otro. Entonces ¿qué es?. Se trata de introducir en el campo de la justicia penal, algunas nuevas prácticas reactivas a la tradicional inquisitorial, francamente contrarias a ella, que puedan debilitar la actual estructura de ese campo, debilitando también así los condicionantes que pesan sobre los actores, que afecten las tradicionales alianzas existentes, modifiquen el capital simbólico de alguno de esos actores, generen un nuevo “sentido del juego” aunque no se imponga todavía y provoquen algunas alteraciones efectivas en lo que “esta en juego”. Vemos pues, que cambiar la justicia penal no es –ni podría ser en términos realistaspasar del estado A (modelo inquisitorial) al estado B (modelo adversarial). Esa será la forma de expresar finalidades u objetivos pero no es así como se desarrollan los cambios en las institucionales sociales.
Si uno analiza bajo esta perspectiva el estado de la reforma de la justicia penal en América Latina podrá ver que en cada uno de los países se ha logrado avanzar con esta estrategia. En algunos, las nuevas prácticas se van afianzando y mueven a otras; en otros países las nuevas prácticas están siendo ahogadas por las viejas de cuño inquisitorial; en otros todavía nada está claro. Este conjunto de problemas, es decir, como intervenir en este “duelo de prácticas” que se produce cuando la reforma de la justicia penal es exitosa, es algo que todavía está bajo estudio y constituye una “segunda etapa de la reforma de la justicia penal en la región”.
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