La Participación de la Víctima en el Procedimiento Penal
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Pensamos en la Inquisición evocando grilletes, hierros candentes, mazmorras y alaridos de dolor. Pero la esencia de la Inquisición no yace en esta idea del sufrimiento. La Inquisición consiste en perseguir almas descarriadas y el papel de los jueces consiste en descubrirlas para lograr la expiación del pecado. El derecho inquisitorio confunde al delito con el pecado y el proceso penal está teñido por esta falta de diferenciación.
Hay dos maneras en que, por perseguir el pecado, el derecho penal afecta seriamente nuestra dignidad; una es de fondo y la otra de forma. La persecución del pecado es esencialmente perfeccionista: lo perseguible criminalmente no consiste esencialmente en dañar a otro; la función de la coerción estatal debe dirigirse a castigar a aquellos que se apartan de ciertos ideales de excelencia. No castigamos el consumo de drogas, el menosprecio a los símbolos patrios o las exhibiciones obscenas porque ocasionen daños. Perseguimos estas acciones porque constituyen síntomas de espíritus aviesos, de actitudes pecaminosas. La condena no recae sobre el acto, recae sobre la persona desobediente. De esta premisa se sigue que la víctima carece de importancia; el delincuente no actúa contra sus congéneres sino que desobedece a DIOS. Este olvido del que sufre el daño priva al derecho de la misión de dignificar a la víctima a través de la condena del transgresor. Si el derecho penal sirve para algo en una sociedad secular, este algo consiste en prevenir daños y, al suceder los daños, en devolverle a las personas el respeto requerido para ser sujetos morales plenos. El chantajeado, el violado y la persona transformada en cosa por la violencia merecen un remedio institucional redignificante. Este remedio es la condena penal lograda mediante la participación del ofendido en el proceso. Llamo a esta versión del derecho, “derecho protector”. En cambio, el “derecho perfeccionista” no cumple esta misión.
Jaime MALAMUD GOTI, Prólogo.
I. INTRODUCCIÓN
I. La participación de la víctima en el procedimiento penal —y, en sentido amplio, la relación entre la víctima y el sistema de justicia penal—, es un tema que ha suscitado un destacable interés en los últimos años. Después de varios siglos de exclusión y olvido , la víctima reaparece, en la actualidad, en el escenario de la justicia penal, como una preocupación central de la política criminal. Prueba de este interés resultan la gran variedad de trabajos publicados, tanto en Argentina como en el extranjero; la inclusión del problema en el temario de reuniones científicas; los movimientos u organizaciones que trabajan o bregan por los derechos de las víctimas del delito; y, fundamentalmente, las recientes reformas en el derecho positivo, nacional y comparado, que giran en torno a la víctima, sus intereses y su protección.
De este modo, resulta más que relevante la investigación de la influencia que esta súbita atención sobre la víctima produce —o puede producir— en la formulación y realización de la política criminal de los modernos Estados nacionales.
II. Antes de ocuparnos del tema directamente es preciso realizar algunas aclaraciones. En primer lugar, debemos tener en cuenta que, dada la unidad político-criminal entre derecho penal sustantivo y derecho procesal penal , la cuestión de la participación de la víctima en el procedimiento se halla unida indisolublemente al derecho penal en su conjunto. Para expresarlo con palabras de MAIER, se debe destacar que “se trata… de un problema del sistema penal en su conjunto, de los fines que persigue y de las tareas que abarca el Derecho penal, y, por fin, de los medios de realización que para alcanzar esos fines y cumplir esas tareas pone a su disposición el Derecho procesal penal… se trata [en síntesis] de un problema político criminal común, al que debe dar solución el sistema en su conjunto”.
En segundo término, se debe señalar que no todas las cuestiones vinculadas con la víctima del delito constituyen objeto de la disciplina denominada victimología. La victimología es una disciplina empírica de corte sociológico cuyo objeto de estudio se centra en la víctima del delito. Por este motivo, la victimología intenta explicar las causas de la victimización, las relaciones entre autor y víctima, y, también, las relaciones entre víctima y justicia penal. La victimología, entonces, podría ser considerada la contracara de las disciplinas criminológicas que centran su atención sobre el individuo infractor. Si bien es cierto que las conclusiones de la victimología sirven como presupuesto para diseñar una política criminal que atienda los intereses de la víctima, no debemos olvidar que una política criminal orientada a la víctima no es victimología. Un operador político-criminal no se transforma en victimólogo cuando influye en decisiones políticas que afectan a la víctima; tampoco se transforma en criminólogo cuando se ocupa de la posición del criminalizado o de la actuación de la justicia penal.
Finalmente, resulta imprescindible aclarar que en este trabajo sólo se hará referencia a delitos con víctimas adultas individuales. Se dejará de lado, por ello, a las víctimas no adultas y a los delitos que protegen bienes jurídicos colectivos o supraindividuales. Aclarado esto, veamos sintéticamente la historia de la víctima y el derecho penal.
II. LA DESAPARICIÓN DE LA VÍCTIMA
I. La posición que ocupa actualmente la víctima en el proceso penal no es la misma que ella tenía con anterioridad a la instauración del sistema de persecución penal pública. En el ámbito europeo continental, el derecho de los pueblos germánicos organizaba un derecho penal fundado en un sistema de acción privada y en la composición. Tal como se señala, “no se puede decir… que la víctima esté por primera vez en un plano sobresaliente de la reflexión penal. Estuvo allí en sus comienzos, cuando reinaba la composición, como forma común de solución de los conflictos sociales, y el sistema acusatorio privado, como forma principal de la persecución penal.
La víctima fue desalojada de ese pedestal, abruptamente, por la inquisición, que expropió todas sus facultades, al crear la persecución penal pública, desplazando por completo la eficacia de su voluntad en el enjuiciamiento penal, y al transformar todo el sistema penal en un instrumento del control estatal directo sobre los súbditos; ya no importaba aquí el daño real producido, en el sentido de la restitución del mundo al statu quo ante, o, cuando menos, la compensación del daño sufrido; aparecía la pena estatal como mecanismo de control de los súbditos por el poder político central, como instrumento de coacción… en manos del Estado”.
II. El modelo de enjuiciamiento penal inquisitivo se afianza, a partir del siglo XIII, ante los requerimientos de centralización del poder político de las monarquías absolutas que terminan conformando los Estados nacionales. Surge, entonces, como ejercicio de poder punitivo adecuado a la forma política que lo engendra. Del mismo modo y con anterioridad, surge en el seno de la Iglesia para servir a sus vocaciones de universalidad. “El camino por la totalidad política que inicia el absolutismo, en lo que a la justicia penal se refiere, se edifica a partir de la redefinición de conceptos o instituciones acuñados por la Inquisición”. La idea de pecado es central en este diseño: el pecado, un mal en sentido absoluto, debe ser perseguido en todos los casos y por cualquier método. Esta noción de pecado influye en las prácticas que el nuevo procedimiento contendrá. El fundamento de la persecución penal ya no es un daño provocado a un individuo ofendido; la noción de daño desaparece y, en su lugar, aparece la noción de infracción como lesión frente a DIOS o a la persona del rey.
Este fundamento, que sirve para que el soberano se apropie del poder de castigar y que surge en un contexto histórico en el que el poder político se encuentra centralizado, este fundamento autoritario que implica la relación soberano absoluto-súbdito, y que refleja la necesidad de ejercer un control social férreo sobre los individuos, no logra ser quebrado con las reformas del siglo XIX y llega hasta nuestros días. Con el sistema inquisitivo aparece la figura del procurador y un nuevo fin del procedimiento, la averiguación de la verdad:
“El reclamo que efectuará el procurador en representación del Rey necesita la reconstrucción de los hechos, que le son ajenos, y que intenta caratular como infracción. La búsqueda de la verdad histórica o material se constituye así en el objeto del proceso. La indagación será el modo de llegar a esta particular forma de verdad, que nunca pasará de ser una ficción parcializada de lo ocurrido”.
En el nuevo método de atribución de responsabilidad penal, el imputado se convierte en un simple objeto de persecución para llegar a la verdad. Esta redefinición de sujeto a objeto se ve justificada por la necesidad de determinar cómo sucedieron los hechos. Pero el imputado no es el único sujeto redefinido por las nuevas prácticas punitivas. La víctima, en el nuevo esquema, queda fuera de la escena. El Estado ocupa su lugar y ella pierde su calidad de titular de derechos. Al desaparecer la noción de daño y, con ella, la de ofendido, la víctima pierde todas sus facultades de intervención en el procedimiento penal. La necesidad de control del nuevo Estado sólo requerirá la presencia del individuo victimizado a los efectos de ser utilizado como testigo, esto es, para que legitime, con su presencia, el castigo estatal. Fuera de esta tarea de colaboración en la persecución penal, ninguna otra le corresponde.
III. Con el movimiento reformador del siglo XIX, surge el procedimiento inquisitivo reformado que, en lo fundamental, conserva los pilares sobre los que se generó el método inquisitivo histórico. La ideología autoritaria sigue presente en nuestros códigos. Aun cuando se establecieron ciertos límites, la inquisición sigue entre nosotros. Este modelo, adoptado en un marco histórico de concentración absoluta del poder político, y de desprecio por los individuos, persiste en el derecho penal vigente.
La decisión por la persecución de oficio de los delitos implica que ésta es promovida por órganos del Estado. El interés público ante la gravedad del hecho y el temor a la venganza privada justificaron históricamente esta intervención. La consideración del hecho punible como hecho que presenta algo más que el daño concreto ocasionado a la víctima, justifica la decisión de castigar y la necesidad de que sea un órgano estatal quien lleve adelante la persecución penal. Un conflicto entre particulares se redefine como conflicto entre autor del hecho y sociedad o, dicho de otro modo, entre autor del hecho y Estado. De este modo se expropia el conflicto que pertenece a la víctima :
“… Esta reacción antiliberal contra las pretensiones acotantes del poder punitivo, que habían sido colocadas en la cima Feurbach y la escuela Toscana, implicó la definitiva estatización de todos los bienes jurídicos y, a la vez, sirvió para proclamar un pretendido ius puniendi que se convirtió en único bien jurídico a tutelar. En esta dinámica, la víctima queda reducida a mero habilitante de poder punitivo aun a expensas de su consentimiento en el hecho”.
A través de la persecución penal estatal, la víctima ha sido excluida por completo del conflicto que, se supone, representa todo caso penal. Una vez que la víctima es constituida como tal por un tipo penal, queda atrapada en el mismo tipo penal que la ha creado. Para ello, el discurso jurídico utiliza un concepto específico, el concepto de bien jurídico. Lo cierto es que, desde este punto de vista, el bien jurídico no es más que la víctima objetivada en el tipo penal. La exclusión de la víctima es tan completa que, a través de la idea acerca de la indisponibilidad de ciertos bienes jurídicos, se afirma que la decisión que determina cuándo un individuo ha sido lesionado es un juicio objetivo y externo a ese individuo, que se formula sin tener en cuenta su opinión. Al escindir el interés protegido de su titular o portador concreto, objetivamos ese interés, afirmando la irrelevancia política de ese individuo para considerarse afectado por una lesión de carácter jurídico-penal. Esta concepción de la víctima como sujeto privado no es compatible con el carácter de titular de derechos que los actuales ordenamientos jurídicos positivos otorgan a los individuos.
El derecho penal estatal que conocemos surge, históricamente, justificado como medio de protección del autor del hecho frente a la venganza del ofendido o su familia, como mecanismo para el restablecimiento de la paz. La historia del derecho penal muestra, sin embargo cómo éste fue utilizado exclusivamente en beneficio del poder estatal para controlar ciertos comportamientos de ciertos individuos, sobre quienes infligió crueles e innecesarios sufrimientos, y cómo excluyó a la víctima al expropiarle sus derechos. Las garantías del programa reformador del siglo XIX no han sido suficientes para limitar las arbitrariedades del ejercicio de las prácticas punitivas, entre otros motivos, porque son los órganos estatales que llevan adelante la persecución los encargados de poner límites a esa persecución, es decir, porque deben controlarse a sí mismos. Frente a la concentración de facultades en los órganos del Estado, los individuos fueron constituidos como sujetos privados, esto es, como sujetos sin derechos.
III. El reingreso de la víctima al escenario de la justicia penal
III. 1. Las instituciones tradicionales
I. A pesar de que el movimiento reformador de la Ilustración significó una transformación del derecho penal y procesal penal, éste mantuvo, como ya hemos señalado, los principios materiales de la inquisición. El paradigma de este movimiento, el Código francés de 1808, es un buen ejemplo de ello. Sin embargo, a partir de este momento histórico la víctima comienza a tener un mayor grado de participación en el procedimiento.
En este sentido, existen varias instituciones jurídico-penales cuyo origen es anterior a las transformaciones más recientes. El actor civil, el querellante en los delitos de acción pública, y el querellante en los delitos de acción privada constituyen, en este sentido, mecanismos tradicionales que posibilitan la participación de la víctima en el procedimiento penal. Sin embargo, de estas instituciones sólo la última otorga derechos sustantivos a la víctima. Ello pues la institución del actor civil sólo significa la posibilidad de intervenir en el procedimiento penal para reclamar una pretensión de derecho privado que la víctima podría reclamar, de todos modos, en otro procedimiento. La participación del querellante en los delitos de acción pública, por su lado, sólo permite una intervención subsidiaria de la víctima que no le otorga derechos sustantivos sobre la solución del caso, pues es el Estado quien continúa detentando la titularidad de la acción penal.
En los delitos de acción privada, en cambio, la víctima es titular exclusiva de la acción penal. El inicio de la persecución depende enteramente de su decisión —por ejemplo, nuevo CPP Costa Rica, 72; CP Argentina, 74 a 76—. El acusador privado tiene, además, facultades para renunciar a la persecución ya iniciada y extinguir la acción penal —por ejemplo, nuevo CPP Costa Rica, 30, inc. b; CP Argentina, art. 59, inc. 4—, y para extinguir la pena impuesta a través del perdón —por ejemplo, CP Argentina, 69—.
En los delitos dependientes de instancia privada —por ejemplo, nuevo CPP Costa Rica, 18; CP Argentina, 72—, a pesar de que la acción penal es pública, la víctima tiene el poder de inhibir el inicio de la persecución, que sólo puede iniciarse “por acusación o denuncia” de la víctima o su representante —por ejemplo, CP Argentina, 72; nuevo CPP Costa Rica, 17—.
También es tradicional en el derecho argentino la solución composicional que supuestamente tiene en cuenta los intereses y la voluntad de la víctima prevista en el art. 132, CP —hoy derogado—, para ciertos delitos contra la libertad sexual. En este sentido, el casamiento con la ofendida constituye un modo de reparación o solución simbólica del conflicto posterior al hecho que excluye la aplicación de la pena. Debemos destacar que éste es el significado de esa regla, más allá de que ella resulte cuestionable ideológicamente por los valores que sustenta.
III. 2. Las nuevas tendencias a favor de la víctima
Los mecanismos tradicionales señalados anteriormente, sin embargo, no parecen haber resultado suficientes para satisfacer los intereses de la víctima. Por otra parte, la crisis de legitimación que padece actualmente la justicia penal y, más especialmente, la pena estatal , ha contribuido a generar la necesidad de nuevas transformaciones para solucionar estos problemas.
Como consecuencia de esta situación, el derecho penal nacional y extranjero ha sufrido transformaciones sustanciales que representan el ingreso de los intereses de la víctima a través de diversos mecanismos jurídicos. Como veremos, estos mecanismos representan la adopción de criterios contrarios a los que informan el derecho penal propio de los Estados modernos.
En este sentido, las novedades son: a) la reparación del daño; b) mayores derechos de participación formal de la víctima en el procedimiento penal; y c) derechos reconocidos a la víctima independientemente de su intervención formal en el procedimiento.
En este sentido, se puede afirmar que el nuevo CPP Costa Rica constituye, en el marco de América Latina, una de las legislaciones procesales que contiene mayor cantidad de disposiciones que reconocen nuevos derechos a la víctima.
III. 3. La reparación del daño
III. 3. a. La reparación
La necesidad de que la víctima obtenga la reparación del daño sufrido tiene diversos fundamentos. En primer lugar, se señala que con frecuencia el interés real de la víctima no consiste en la imposición de una pena sino, en cambio, en “una reparación por las lesiones o los daños causados por el delito”. Por otro lado, se destaca la necesidad de evitar las consecuencias negativas de los procesos formales de criminalización y especialmente, de la pena privativa de libertad. También se reconoce la necesidad de hacer efectiva la idea de que el derecho penal es la ultima ratio del ordenamiento jurídico.
En el marco del derecho internacional, la Declaración sobre principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y abuso de poder reconoce, entre otros, el derecho a la pronta reparación del daño. Se afirma que el derecho internacional supone “la protección privilegiada de la víctima”, exige una “estrategia de privatización de conflictos como modelo político criminal para la descriminalización de ciertos delitos” e implica la necesidad de otorgar a la víctima “mayor intervención en el tratamiento de los conflictos tendentes a acortar las diferencias con el infractor, reducir el costo social de la pena, asegurar la posibilidad de indemnización, etc.”. En este sentido, el art. 7 del nuevo CPP Costa Rica establece como principio general:
“Los tribunales deberán resolver el conflicto surgido a consecuencia del hecho, de conformidad con los principios contenidos en las leyes, en procura de contribuir a restaurar la armonía social entre sus protagonistas”.
Respecto de esta cuestión, afirma MAIER:
“No puede parecer irracional la propuesta de privilegiar, como reacción frente al delito, la restitución al statu quo ante. En verdad, ésta es, teóricamente, la respuesta ideal… La reparación, en sentido amplio, es así, una meta racional propuesta como tarea del Derecho penal, incluso para el actual, bajo dos condiciones: que ello no perjudique, sino que coopere, con los fines propuestos para la pena estatal; que ella no provoque una nueva expropiación de los derechos de la víctima para resolver el conflicto”.
El concepto de reparación que se propone no se debe confundir con el pago de una suma de dinero. La reparación se debe entender como cualquier solución que objetiva o simbólicamente restituya la situación al estado anterior a la comisión del hecho y satisfaga a la víctima —por ejemplo, la devolución de la cosa hurtada, una disculpa pública o privada, la reparación monetaria, trabajo gratuito, etcétera—. Se trata de abandonar un modelo de justicia punitiva para adoptar un modelo de justicia reparatoria.
El modelo de justicia punitiva se caracteriza por definir la ilicitud penal como infracción a una norma, es decir, como quebrantamiento de la voluntad del soberano. En él la persecución penal es pública y no dependerá de la existencia de un daño concreto alegado por un individuo, y los intereses de la víctima del hecho punible serán dejados de lado en aras de los intereses estatales de control social sobre los súbditos (la pena). De este modo, la intervención del derecho penal redefine un conflicto entre dos individuos —autor y víctima— como un conflicto entre uno de esos individuos —el autor— y el Estado.
El modelo de justicia reparatoria, en cambio, se caracteriza por construir la ilicitud penal como la producción de un daño, es decir, como la afectación de los bienes e intereses de una persona determinada. La persecución permanece en manos del individuo que ha soportado el daño y el Estado no interviene coactivamente en el conflicto —que permanece definido como conflicto interindividual— y, cuando lo hace, es porque alguien —quien puede ser definido como víctima— que ha sufrido una afectación en sus intereses lo solicita expresamente. La consecuencia principal para el autor del hecho en este modelo consiste, en general, en la posibilidad de poder recurrir a algún mecanismo de composición entre él y la víctima que, genéricamente, permite el restablecimiento, fáctico o simbólico, de la situación a su estado anterior.
Ahora bien, aun cuando el ingreso de la reparación reconoce en todos los casos los intereses de la víctima, ésta puede ser incorporada de diferentes maneras al procedimiento, esto es, puede provocar diferentes consecuencias respecto de la persecución penal.