La Jurisprudencia Romana, Cuna del derecho
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Difícilmente se pueden comprender los actuales ordenamientos jurídicos europeos, americanos y algunos del Este asiático (Japón, Corea, Filipinas y Taiwán, entre otros) sin los principios que informaron el Derecho romano, es decir, ese orden de convivencia conforme a justicia creado por los jurisprudentes de la antigua Roma republicana y coronado magistralmente, tras la pax Augusta, por los juristas del Principado. Conceptos básicos, constitutivos de nuestra civilización, como testamento, buena fe, servidumbre, usufructo, posesión, propie-dad, contrato, sociedad, condición, etc. fueron elaborados en un momento histórico muy concreto en que las relaciones de justicia entre los ciudadanos y entre los pueblos fueron tratadas, como tales, desde una perspectiva científica, que, en el Derecho romano, es tanto como decir jurisprudencial. En efecto, de la misma manera que en la Grecia antigua floreció una cultura filosófica, gracias a la relación de unos hombres dedicados apasionadamente a la sabiduría, así también, en Roma, se creó, muy particularmente desde mediados del siglo II a.C. hasta mediados del III d.C., un ambiente jurisprudencial del más elevado nivel científico por la concurrencia de unos juristas expertos en el ars boni et aequi, como definió elegantemente uno de ellos, Celso, el Derecho (Celso-Ulpiano, D. 1.1.1pr.).
I
Los orígenes de la jurisprudencia romana los conocemos, en parte, gracias al discutido “enquiridion” o “manual” de historia del Derecho romano escrito por el jurista Pomponio, a mediados del siglo II d.C., con el que ciertamente se inauguró un modelo de literatura jurídica en el que ha de enmarcarse esta misma obra sobre juristas universales. En esta historia elemental, recogida en el título II del libro I del Digesto de Justiniano (D. 1.2.2.6), Pomponio afirma que de la llamada Ley de las XII Tablas manó el Derecho civil (lege duodecim tabularum ex his fluere coepit ius civile). De ahí que esta importante y peculiar ley de en torno al 450 a.C., que Tito Livio calificó como fons omnis publici privatique iuris (Livio 3.34.6), caída ya por tanto la monarquía (753 a.C.-509 a.C.) y en periodo de formación de la república, pueda ser -paradójicamente, pues los romanos no se caracterizan como legisladores- el más genuino punto de partida.
Pero hay fundamentos del ius civile más antiguos. En efecto, una tradición de los llamados posteriormente mores maiorum así como de las leyes regias recopiladas por el pontífice Sexto Papirio (ius Papirianum, cfr. Pomponio, D. 1.2.2.2: leges sine ordine latas in unum composuit) existen ya desde el siglo VI a.C. Estos mores maiorum son como la constitución no escrita de un pueblo, por lo que propiamente nunca fueron derogados, aunque sí adaptados a los nuevos modos de vida.
El propio Pomponio (D. 1.2.2.4) nos dice que esta Ley de las XII Tablas fue encargada a un colegio de patricios (decemviri legibus scribundis, de ahí que se denomine también como ley “decenviral”), y que estos, después de pedir información a otras ciudades griegas, probable-mente de la Magna Grecia (Sur de Italia), las escribieron en tablas de marfil -hecho muy discutible- y ordenaron colocarlas en el foro para que fueran conocidas por todos (…in tabulas eboreas perscriptas pro rostris composuerunt, ut possint leges apertius percipi). Habiéndoseles concedido a los decenviros la facultad de corregir las leyes, hicieron uso de ellas añadiendo, a las diez existentes, dos nuevas tablas; de ahí que sean conocidas con el nombre de Ley de las XII Tablas (E. Varela, en Textos de Derecho romano, 2ª ed., Pamplona 2002 §1, págs. 19-36); más datos históricos nos ofrecen Tito Livio, en el libro tercero de su Ab urbe condita, y Dionisio de Halicarnaso, en el libro X de sus Antiquitates Romanae.
Redactada con un estilo sobrio heredado por la jurisprudencia romana posterior, contenía breves preceptos funerarios y jurídicos, penales y procesales, también de carácter interpretativo o incluso corrector de las costumbres al uso. Por desgracia, sólo la conocemos muy parcialmente por citas de autores bastante posteriores, como Cicerón y Aulo Gelio, y con un lenguaje más moderno, pues al parecer se perdieron con el saqueo e incendio de Roma por los galos el 387 a.C. Cicerón nos cuenta (De legibus 2.23.59) que, siendo niño, memorizó, como era costumbre, la ley “cantándola”: “discebamus enim pueri XII ut carmen necessarium”. Es probable que esta versión de las XII Tablas tan prestigiada durante los dos últimos siglos de la República proceda de las Tripertita de Sexto Elio Peto Cato, del siglo II a.C., a la que en seguida me referiré.
La Ley de las XII Tablas, al reproducir ciertos principios del ius antiquum, vino a limitar el amplio poder discrecional del colegio pontifical, que fue verdaderamente quien, al adaptar las formalidades jurídicas a las prácticas sociales, se erigió en la fuente principal de creación del Derecho y guardián de este nuevo saber práctico. En efecto, los comienzos de un conocimiento jurídico técnico se corresponden con la actividad desarrollada por el colegio pontifical concretada en la interpretación del Derecho vigente (interpretandi scientia) y en la elabora-ción de fórmulas judiciales (actiones) (cfr. Pomponio, D. 1.2.2.6). Esta conexión entre la religión y el Derecho, en virtud de la forma constitutiva que los vivifica, justifica plenamente la competencia pontifical. A esta interrelación entre Derecho y religión, que no llegó empero nunca a una plena identificación, como sucedió en otros Derechos de la antigüedad, se refiere el propio Cicerón: “…ius nostrum pontificium, qua ex parte cum iure civili coniunctum est…” (Brutus 42.156). Esto explica la definición ulpianea de jurisprudencia (D. 1.1.10.1) como divinarum atque humanarum rerum notitia, recogida siglos después por Justiniano al inicio de sus Instituciones (Inst. 1.1.1). Por lo demás la auctoritas que revistió a los pontífices no fue de distinta naturaleza que la que posteriormente revistió a los juristas laicos.
Este monopolio jurídico pontifical, que cuidaba celosamente de sus fórmulas, se extendió aproximadamente hasta finales del siglo IV a.C. En efecto, en torno al 300 a.C., el escriba Gneo Flavio (edil en el 304 a.C.), publicó el libro de acciones de Apio Claudio el Ciego (Pomponio, D. 1.2.2.7), que vino a denominarse “Derecho civil flaviano” (ius civile Flavianum), al parecer, a semejanza del citado ius Papirianum. A Apio Claudio -que fue censor en el 312 a.C. y cónsul en dos ocasiones, el año 307 a.C. y el año 296 a.C., y poseedor máximo de la ciencia del Derecho (Pomponio, D. 1.2.2.36: maximam scientiam habuit)- se atribuye también (Pomponio, D. 1.2.2.36) un libro, de contenido incierto, aunque probablemente contuviera fórmulas de acciones y caucionales.
A mediados del siglo III a.C., fue al parecer Tiberio Coruncanio, primer plebeyo que alcanzó el pontificado, quien por vez primera respondió en público (respondere publice) a las consultas de los particulares, privando así al ejercicio jurisprudencial del colegio pontifical de su exclusiva. Este modus operandi de la jurisprudencia a través de los responsa o dictámenes orales constituirá durante siglos el centro de la actividad jurisprudencial de apoyo fundamentalmente a magistrados jurisdicciona-les, a jueces y a particulares. Esta jurisprudencia preclásica es llamada también “cautelar” (de cavere) por consistir principalmente su labor jurisprudencial en el auxilio a los ciudadanos en la redacción de fórmulas negociales. Por último fue actividad típicamente jurisprudencial el agere, es decir, la consistente en la elaboración de fórmulas procesales. Con todo, el arbitrio de esta actividad en los siglos IV y III a.C. mermó sustancialmente con la aparición de las llamadas acciones de la ley (legis actiones), caracterizadas por su rigor formal. A partir de la Ley Ebucia, del 130 a.C. aproximadamente, que señala el nacimiento del procedi-miento per formulas, la actividad jurisprudencial en tema de agere volvió a resurgir hasta la codificación del Edicto en torno al 130 d.C., bajo Adriano (117-138 d.C.).
Sexto Elio Peto Cato, cónsul en el año 198 a.C. y censor en el 194 a.C., muy respetado por los juristas posteriores, es considerado propiamente el primer jurista en sentido pleno. Hermano de Publio Elio, también jurista y cónsul (Pomponio, D. 1.2.2.38: “ut duo Aelii etiam consules fuerint”), su penetrante inteligencia justifica precisamente su cognomen “Catus” (agudo). Amplió el número de acciones en su obra Tripertita, de la que conservamos algunas referencias (Lenel, Palingenesia I, cols. 1-2), denominada así por estar dividida en tres partes: un comentario a las XII Tablas; una segunda parte destinada a la interpretación y la tercera a las acciones (Pomponio, D. 1.2.2.38).
Junto a los Aelios, atribuye Pomponio la máxima autoridad jurídica a Publio Atilio (D. 1.2.2.38: “maximam scientiam in profitendo habuerunt”), en realidad Lucio Atilio, de quien dice que fue el primero en ser llamado “Sabio” por el pueblo (“primus a populo Sapiens appellatus est”), por sus conocimientos en Derecho (Cicerón, De amicitia 2.6: “quia prudens esse in iure civili putabatur”). A los tres une la condición de haber comentado la Ley de las XII Tablas (Cicerón, De legibus 2.59).
Contemporáneo de Lucio Atilio (Cicerón, De amicitia 2.6) fue M. Porcio Catón, el Viejo (234-149 a.C.), cónsul el 195 y censor el año 184 a.C., que, al parecer, dio responsa como jurista, tras haber combatido felizmente contra los indómitos habitantes (ferox genus, Livio 34.17) de Hispania y Siria; así como su hijo Marco Porcio Catón Liciniano, que premurió al padre en el 152 a.C. (Plutarco, Catón, el Viejo 24.9 y Aulo Gelio 13.20.9). A Catón Liciniano se atribuye un comentario de Derecho civil (Aulo Gelio 13.19.9: “et egregios de iuris disciplina libros reliquit”), aunque no debe descartarse que estos libros recogieran los responsa del padre (A. Guarino, Storia del Diritto romano, 12ª ed., Nápoles 1998, §152).
A esta jurisprudencia preclásica se deben aportaciones tan importan-tes como la invención de la emancipación, con apoyo en las XII Tablas 4.2b (“si pater filium ter venum duuit, filius a patre liber esto”), y del verdadero testamento, que evidencia el genio jurídico romano (Á. d'Ors, Derecho privado romano, 9ª ed., Pamplona 1997, §30).
II
La ordenación y más plena interpretación del Derecho, precisamente en un periodo crítico de la república romana, viene unida al nombre de tres juristas, de mediados del siglo II a.C., conocidos tan sólo por citas, que son considerados por Pomponio (D. 1.2.2.39) como sus fundadores (qui fundaverunt ius civile), quizá por haberlo consolidado definitiva-mente: Manio Manilio, cónsul el año 149 a.C., Marco Junio Bruto, pretor en torno al 140 a.C., y Publio Mucio Escévola, cónsul el 133 a.C.
De gran modestia y equidad (Zonaras, Annales, 9.27, ed. Pinder, pág. 285), amigo de Escipión Emiliano (185-129 a.C.) y recordado con admiración por Cicerón (De oratore 3.133), Manio Manilio gozó de gran autoridad como jurisconsulto, tanto por sus responsa como por su actividad cautelar. Entre su obra escrita fueron famosos sus formularios negociales para la compraventa (Manilianae venalium vendedorum leges). Perteneciente a una ilustre familia cuya nobilitas se remontaba al siglo IV a.C., el segundo fundador del ius civile, Marco Junio Bruto, puede ser tenido por precursor de la fuerte influencia helenista que sufrirá al poco la jurisprudencia romana. Fue autor de una colección de responsa en forma dialogada con su hijo, que aparece como interlocutor, conforme al más genuino estilo griego. El tercero de los fundadores fue Publio Mucio Escévola, cónsul el 133, como se ha dicho, y pontifex maximus desde el 131 hasta su muerte el 115 a.C. Pertenecía a una estirpe de juristas insignes como su hermano P. Licinio Craso Muciano (Cicerón, Brutus 26.98) -que Pomponio confunde con el orador L. Licinio Craso (D. 1.2.2.40)-, su primo Quinto Mucio Escévola, el Augur, cónsul el año 117 a.C., y sobre todo su hijo, cónsul el año 95 a.C., Quinto Mucio Escévola, el Pontífice. No se nos ha conservado el título de ninguna de las diez obras que al parecer escribió Publio Mucio Escévola (Pomponio, D. 1.2.2.39: “Publius Mucius etiam decem libellos reliquit”).
Una discusión científica sobre la consideración como fruto del hijo de una esclava en usufructo, protagonizada por los tres fundadores del ius civile, puede constituir un buen ejemplo sobre los intereses de esta primera jurisprudencia clásica. Cicerón nos da noticia de ella en De finibus 1.12: “an partus ancillae sitne in fructu habendus, disseretur inter principes civitatis P. Scaevolam M'. que Manilium, ab iisque M. Brutus dissentiet…”). La opinión de Bruto -a saber, que un hombre no puede pertenecer como fruto a otro hombre (“neque enim in fructu hominis homo esse potest”) por lo que el hijo de la esclava usufructuada sería del dueño de la esclava y no del usufructuario- fue la que prevaleció en la tradición jurisprudencial (Ulpiano, D. 7.1.68pr.). Otra disputa científica entre los fundadores del ius civile versó acerca del posible efecto retroactivo en la aplicación de la lex Atinia de usucapione (s. II a.C.), que prohibía la usucapión de cosas hurtadas (Aulo Gelio 17.7.3: “utrumque in post facta modo furta lex valeret an etiam in ante facta”).
Discípulos de los fundadores fueron: Publio Rutilio Rufo, cónsul en Roma el 105 a.C., a quien se debe, entre otras aportaciones, la incorporación edictal de una acción con transposición de personas a favor del bonorum emptor llamada precisamente actio Rutiliana (Gayo 3.35); Aulo Virginio (al que Pomponio, D. 1.2.2.40, llama erróneamente Paulo Verginio) y Quinto Elio Tuberón, el Viejo, cónsul el 118 a.C. Contemporáneos fueron también Quinto Mucio Escévola, el Augur, cónsul el 117 a.C., el excelente jurista Sexto Pompeyo (Cicerón, Brutus 47.175), Celio Antípatro, más orador e historiador que propiamente jurista, y su discípulo, ya mencionado, L. Licinio Craso, cónsul el 95 a.C., famoso orador y elocuente jurista (Cicerón, Brutus 39.145).
Dos son las principales características de los juristas republicanos, a saber: su auctoritas personal y su mencionada helenización. En efecto, a diferencia de los juristas modernos, acostumbrados a dictámenes y sentencias excesivamente prolijas, cuyo valor deriva más de la propia argumentación que de su personal autoridad, en la jurisprudencia republicana el responsum, es decir, la respuesta al caso concreto que se plantea, no estaba motivado pues su valor residía precisamente en la autoridad del que lo profería. Cuenta Cicerón (De oratore 56. 239-240), por boca del orador Marco Antonio, cónsul el 99 a.C., que, en cierta ocasión, un campesino se acercó a Licinio Craso Muciano para consultarle un caso y que éste le respondió según la verdad y no sus intereses (“verum magis quam ad suam rem accommodatum”). Entristecido el campesino, se lo comentó al orador Galba, que le dio la razón. Habiendo intentado éste convencer a Licinio Craso de que el campesino tenía razón, Craso se apoyó en la autoridad (ad auctores confugisse) de su hermano Publio Mucio y de Sexto Elio Peto alegando que ellos mantenían el mismo criterio.
Claro ejemplo de autoridad personal es el que recoge Cicerón (Brutus 51.197) a propósito de la conocida causa Curiana, quizá del 93 a.C., en la que Quinto Mucio Escévola fundó su opinión en la autoridad de su padre Publio, que siempre había defendido esa misma posición (…de auctoritate patris sui, qui semper illud ius esse defenderat). Con todo, la personal auctoritas de un jurista cesa ante una communis opinio o una regula veterum (F. Wieacker, Römische Rechtsgeschichte I, Múnich 1988, pág. 498).
En muchos de estos juristas republicanos se advierte una cuidada educación helenística tan propia de la culta aristocracia romana, a la que normalmente pertenecían. En efecto, durante este periodo, la jurispru-dencia romana se “heleniza” plenamente. Tanto es así que Fritz Schulz denomina a esta época: “The Hellenistic period of Roman jurisprudence” (F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed., Oxford 1953, pág. 38). Considera Schulz que la influencia helenista fue extraordinariamente importante por hallarse entonces la jurisprudencia romana lo suficien-temente madura para ser estimulada por la filosofía griega pero también para no ser desnaturalizada por ella: “Roman legal science contained in itself great potentialities, but to release them and bring them into activity there was needed the solvent energy of Greeks forms” (F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed., Oxford 1953, págs. 38 s.).
Pero con razón observa Franz Wieacker (Römische Rechtsgeschichte I, Múnich 1988, pág. 639) que, si bien la jurisprudencia romana utilizó métodos para la formación de conceptos jurídicos o de clasificación propios de la filosofía política o jurídica, la ontología, la retórica o la gramática griegas, no puede hablarse propiamente de una repentina transformación, por este camino nuevo, de la jurisprudencia romana en un ars iuris dialéctico.
De las tres artes, gramática, retórica y dialéctica, fue la retórica la que se introdujo en el foro romano, creando el oficio de abogados no juristas, interesados por los facta pero no por el ius, entre los que brilló Cicerón. Los jurisprudentes, en cambio, se vieron más atraídos por el método dialéctico de división por géneros, excelentemente descrito por Platón en su diálogo sobre El sofista (253 d-e), de ca. 365 a.C., por boca del extranjero de Elea. Consistía la dialéctica en un método conducente a la obtención de un orden coherente de conocimientos. En primer lugar se distinguían (diaireseis, differentia) géneros (y entre estos, especies) del conjunto de conocimientos o de cosas objeto de estudio; en un segundo momento, por inducción o analogía, se extraía la regula (o canon, en griego) aplicable a cada género o especie e incluso una definición del concepto para finalmente ordenarlos lógicamente conforme a un orden racional. En efecto, los juristas romanos incorporaron la técnica divisoria del genus y species para hallar la mejor solución a cuestiones relativas a instituciones singulares, aunque lejos todavía de los proyectos ciceronianos -el gran helenista del atardecer republicano- recogidos en su diálogo De oratore (1.41.185-1.42.191), a fin de conseguir la perfección en el arte de la jurisprudencia (De oratore 1.42.190: “perfectam artem iuris civilis habebitis…”). De los juristas de esta época, tanto Publio Rutilio (De officiis 3.2.10) y Tuberón el Viejo (Cicerón, De oratore 3.23.87, Tusculanae 4.2) como Quinto Mucio Escévola, el Augur (Cicerón, De oratore 1.11.45; 1.17.75), tuvieron común maestro a Panecio, cuyas doctrinas fueron determinantes en la preparación cultural para el Principado.
Influencia helenista, por su singular conocimiento de la dialéctica, recibió el que quizá fuera el jurista más importante de la res publica: Quinto Mucio Escévola, el Pontífice. Utilizando esta técnica de la “diairesis”, individuó, por ejemplo, entre otros, los genera tutelae (Gayo 1.188) y los genera possessionum (Paulo, D. 41.2.3.23). Pero además -y esto es realmente lo meritorio- a él atribuye Pomponio la primera ordenación del Derecho, inspirado en el método de la dialéctica, en dieciocho libros (D. 1.2.2.41: “…ius civile primus constituit generatim in libros decem et octo redigendo”), conforme a la siguiente clasificación: herencia (testamento y sucesión intestada); personas (matrimonio, tutela, statuliberi, patria potestas; dominica potestas; liberti, apéndice: procurator y negotiorum gestio); cosas (posesión y usucapión; no uso y libertatis usucapio), y obligaciones (ex contractu y ex delicto) (cfr. F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed., Oxford 1953, pág. 95). La importancia teórica y práctica de esta obra (De iure civili libri XVIII, Palingenesia I. col. 757-762), decisiva para la posterior ordenación sabiniana, lo evidencia el hecho de que fuera extensamente comentada, hasta en el siglo II d.C., por juristas como Lelio Félix (Ad Q. Mucium, Palingenesia I, col. 557-558), Gayo y Sexto Pomponio (Ad Q. Mucium libri XXXIX, Palingenesia II, col. 60-79), obra ésta fundamental para la reconstrucción del orden muciano. Atribúyese también a Quinto Mucio un liber singularis definitionum, intitulado en griego, del que el Digesto nos ha conservado algunos fragmentos (D. 41.1.64; D. 43.20.8; D. 50.16.241; D. 50.17.73). La alta creatividad de este jurista, que “non rimase prigioniero della tradizione civilistica più antica” (M. Bretone, Tecniche e ideologie dei giuristi romani, 2ª ed., Nápoles 1982, págs. 108 s.), se manifiesta, por citar algún ejemplo, en la invención de la caución a la que dio nombre (cautio Muciana), para resolver el problema de la adquisición de legados sometidos a condición negativa (Juliano, D. 35.1.106; Gayo, D. 35.1.18), de la presunción Muciana, conforme a la cual todo lo que recibió la mujer procede del marido (aunque no llamada así por las fuentes; cfr. Pomponio, D. 24.1.51pr. y CJ. 5.16.6.1, del 229).
Muchos fueron los discípulos de Quinto Mucio Escévola, el Pontífice. Gozaron de especial auctoritas Aquilio Galo -a quien se debe la stipulatio aquiliana (Inst. 3.29.2; Florentino, D. 46.4.18.1), la acción de dolo, quizá como pretor peregrino el 66 a.C., y los postumi aquiliani (Escévola. D. 28.2.29pr.)- Volcacio, Lucilio Balbo, Cayo Juvencio y probablemente Cornelio Máximo (F. Wieacker, Römische Rechtsgeschichte I, Múnich 1988, pág. 615), maestro de Trebacio Testa (Pomponio, D. 1.2.2.45, y Cicerón, Ad familiares 7.8.2; y 7.17.3).
Rival de Quinto Mucio, con quien polemizó en su obra Reprehensa Scaevolae capita o Notata Mucii, y discípulo de Lucilio Balbo (institutus) pero principalmente de (instructus autem maxime) de Aquilio Galo (Pomponio, D. 1.2.2.43), fue Servio Sulpicio Rufo (ca. 105-43 a.C.), el jurista republicano más importante de la generación siguiente a Mucio. Pretor el año 65 a.C. y cónsul el 51 a.C., su buen amigo Cicerón, con quien estudió oratoria en la escuela de Molón de Rodas (Cicerón, Brutus 41.151), lo tiene -opinión que debe tomarse con muchas reservas por lo dicho hasta ahora- por auténtico fundador de la dialéctica jurídica (Brutus 42.153). Dedicado al Derecho ya a edad tardía, a causa de la fuerte reprensión de Quinto Mucio precisamente por ignorar el Derecho (D. 1.2.2.43: “et ita obiurgatum esse a Quinto Mucio”), dejó sin embargo muchos discípulos (Pomponio, D. 1.2.2.44: “ab hoc plurimi profecerunt”), cuyas obras fueron ordenadas por Aufidio Namusa en ciento cuarenta libros. Junto a éste, Pomponio menciona a nueve auditores Servii: Alfeno Varo, Aulo Ofilio, Tito Cesio, Aufidio Tuca, Flavio Prisco, Cayo Ateyo, Pacuvio Antistio Labeón (padre de Marcos Antistio Labeón), Cayo Cinna y Publicio Gelio. De éstos Alfeno Varo, cónsul suffectus el año 39 a.C., y Aulo Ofilio, amigo de César (familiarissimus Caesari) y maestro de Tuberón el Joven, fueron los que contaron con mayor autoridad (plurimum auctoritatis), en opinión de Pomponio (D. 1.2.2.44).
Entre los ciento ochenta libros que dejó escritos Servio (Pomponio, D. 1.2.2.43), se halla un breve comentario al edicto del pretor, que dedicó a Bruto (Pomponio, D. 1.2.2.44: “Servius duos libros ad Brutum perquam brevissimos ad edictum subscriptos reliquit”).
Desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún fragmento de él. En efecto, fue el edicto de los magistrados, muy particularmente el del pretor -“Masterpiece of Republican Jurisprudence” (F. Schulz, History of Roman Legal Science, 2ª ed., Oxford 1953, pág. 127)-, sin duda, el instrumento que permitió a la jurisprudencia republicana compatibilizar la deseada innovación con un exquisito respeto a la tradición del ius civile. Elaborado cada año, con la ayuda de los juristas, por el pretor correspondiente a partir de los edictos anteriores, servía esta lex annua -así la denomina Cicerón (II In Verrem 1.42.109)- para completar y, en su caso, rectificar, el ius civile. Fue precisamente el año 67 a.C. -es decir, dos años antes de la pretura de Servio Sulpicio Rufo- cuando se promulgó la Lex Cornelia de edictis praetorum o de iurisdictione. Este plebiscito obligó a los pretores -lo que no había sucedido hasta ese momento- a quedar jurídicamente vinculados por sus propios edictos: “ut praetores ex edictis suis perpetuis ius dicerent” (Asconio, Pro Cornelio de maiestate 52; cfr. también Dion Casio, 36.40.1). Con esta personal vinculación magistradual el edicto pasó a tener una importancia mayor y a constituir la principal fuente jurídica de potestad, pues las leyes públicas que trataron cuestiones jurídicas fueron muy pocas. A su vez, cumplió una función principalísima en la consolidación del proceso civil per formulas, que permitió un desarrollo cabal de la jurisprudencia.
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