Procedimiento Abreviado y Juicio por Jurados
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¿Qué clase de trato es éste que han imaginado las gentes doctas? El fiscal no es sino un acusador público, el ejecutor de la ley. Y el ejecutor no puede dispensar o alterar un ápice de la ley… Este imaginario contrato no puede ser sino un sueño y un sofisma forense.
F. M. PAGANO, Considerazioni sul processo criminale (1787).
I
Cuando hablamos de juicio por jurados y, especialmente, del procedimiento abreviado como alternativa posible frente a la imposibilidad pronosticada —quizá sin demasiado fundamento— de que todos los juicios criminales ordinarios terminen por jurados, la inmediata comparación con el derecho estadounidense y la práctica del plea bargaining es casi automática. Sin embargo, esta opción, aparentemente inevitable, es errónea. La primera decisión que se debe considerar en nuestro marco constitucional es qué delitos merecerán ser juzgados por nuestros conciudadanos.
La Corte Suprema estadounidense, en este sentido, y a pesar de que su texto constitucional es similar al nuestro, ha limitado el derecho al juicio por jurados a cierto tipo de delitos. El Artículo III, Sección 2, párrafo III, de la Constitución Federal de los EE.UU. dispone: “The Trial of all Crimes… shall be by Jury…” (El juzgamiento de todos los delitos… debe ser por jurados). La Enmienda VI, por su parte, establece: “In all criminal prosecutions, the accused shall enjoy the right to a speedy and public trial, by an impartial jury…” (“En todos los casos penales, el acusado debe gozar del derecho a un juicio rápido y público, ante un jurado imparcial…”). El sentido literal de ambas disposiciones parece aludir a todo tipo de delitos.
La Corte ha resuelto, como regla, que toda infracción que previera en abstracto una pena máxima mayor a seis meses de privación de libertad requería un juicio por jurados. En “District of Columbia v. Clawans” (1937), sostuvo que si la pena posible no era mayor a seis meses de privación de libertad no se requería jurado, si por ésa y otras razones la infracción podía ser calificada como un delito menor (petty offense). Aclaró que la pena conminada tenía fundamental relevancia para determinar si se trataba de un delito serio y podía, por sí misma, si era lo suficientemente severa, exigir el juicio por jurados de la Enmienda VI. En “Duncan v. Louisiana” (1968), la Corte extendió la garantía a los estados. En “Baldwin v. New York” (1970), afirmó que si la pena autorizada era mayor a seis meses de privación de libertad no se trataba de una infracción menor (petty offense). En “Blanton v. City of North Las Vegas” (1989), la Corte aclaró que aun cuando el máximo de la pena privativa de libertad no excediera los seis meses, el imputado podía probar que otras consecuencias adicionales la distinguían de una infracción menor. Sin embargo, la restricción jurisprudencial es realmente poco significativa, pues la legislación penal estadounidense se caracteriza por prever penas máximas mucho más altas que las de nuestro derecho, debido al régimen de penas indeterminadas de ese sistema jurídico. A pesar de que desde la década pasada el derecho penal federal —y el de varios estados— ha adoptado un sistema de penas determinadas, mucho más rígido , los montos máximos previstos en la legislación, por lo general, no han sufrido variación alguna.
Si tomamos como ejemplo el caso estadounidense y, además, si tenemos en cuenta nuestro texto constitucional, estaremos en condiciones de resolver el primer problema que plantea la instrumentación del juicio penal por jurados, esto es, la definición del conjunto de delitos que requerirían la intervención de ciudadanos legos para pronunciar el veredicto —jurado clásico— o la sentencia definitiva —jurado escabina-do—. Recién después de decidir esta cuestión, podemos comenzar a interrogarnos por el tema de esta reunión. ¿Es posible sustituir el juzgamiento popular y público de delitos por mecanismos alternativos al juicio por jurados? Si así fuera, ¿resultaría adecuado un mecanismo procesal como el mal llamado “juicio abreviado”? ¿Resulta racional, en nuestro sistema, abreviar el juicio? A simple vista, parecería que el debate regulado en los arts. 363 y ss. del Código procesal penal de la Nación —en adelante, CPP Nación— ya es, en sí mismo, un juicio abreviado. Ello pues por su particular regulación, en la práctica se ha vaciado de contenido a la etapa de debate, circunstancia que ha impedido que el juicio se constituya en la etapa central del procedimiento penal, tal como lo exige la Constitución Nacional —en adelante, CN— en su art. 18.
Uno podría afirmar que existen razones de peso para limitar el derecho al juicio por jurados a un conjunto determinado de delitos y, también, que existen fundamentos para permitir mecanismos alternativos al juzgamiento por jurados de los delitos que integren ese conjunto. Dejaremos de lado, en esta discusión, aquellos delitos respecto de los cuales se pudiera acordar que no involucran el derecho a un juicio por jurados . De todos modos, estos delitos continuarían exigiendo la realiza-ción de un juicio oral, público, contradictorio y continuo, con las debidas garantías, ante un tribunal independiente e imparcial. Este último derecho surge tanto del art. 8 de la Convención Americana sobre Dere-chos Humanos —en adelante, CADH— como del art. 14 del Pacto Inter.-nacional de Derechos Civiles y Políticos —en adelante, PIDCP—, y resulta aplicable al juzgamiento de todos los delitos, sin excepción alguna.
Para todo jurista estadounidense que esté a favor del plea bargaining, el derecho al juicio por jurados es un “privilegio” que puede ser renunciado sin demasiadas exigencias . Para todo jurista de nuestra tradición jurídica que esté a favor del procedimiento abreviado, de mane-ra análoga, el derecho al juicio previo —con o sin jurados— también es renunciable. A pesar de las similitudes de ambas afirmaciones, ellas tienen un significado completamente distinto y, por ende, producen consecuencias completamente diversas.
La considerable diferencia de significado entre la renuncia al juicio por jurados estadounidense y la renuncia al juicio previo de nuestro derecho no se vincula con el modelo de juicio penal propio de cada país, sino, en todo caso, con el principio estructural que organiza la persecu-ción penal pública en uno y en otro.
II
En los EE.UU. rige el principio de disposición absoluta de los fiscales —federales o estatales— sobre la acción penal pública. De allí la ausencia de todo criterio de legalidad procesal que oriente la persecución pública, y las facultades reconocidas al fiscal para negociar la imputación con el acusado. La idea de que el fiscal pueda ser obligado por el legislador a iniciar la persecución en términos generales —como lo dispone nuestro CP, 71—, o aun para cierto tipo de delitos, resulta inimaginable para un jurista estadounidense, dado que el sistema no admite que el fiscal pueda ser obligado por el juez a perseguir en un caso concreto.
Por ello, se considera que una "de las características más asombrosas del sistema estadounidense es el amplio rango de discreción, casi completamente incontrolada, que ejercen los fiscales" . La decisión de iniciar la persecución es una de las funciones más importantes del fiscal. Pero esa decisión es sólo uno de los aspectos de la discreción de fiscal, pues en tanto supere el obstáculo de establecer la exigencia de que existe causa probable para creer que alguien ha cometido un delito, tiene amplia autoridad para decidir si investiga, si inicia formalmente la persecución, si garantiza inmunidad a un imputado, si negocia con el imputado; también para elegir qué cargos formula, cuándo los formula y dónde los formula. La Corte Suprema ha sostenido que una vez que el fiscal logra establecer la existencia del estándar de causa probable respecto de la posible responsabilidad penal del imputado (probable cause), la decisión acerca de si inicia o no la persecución, o sobre qué cargos formula ante un tribunal o presenta ante un gran jurado queda generalmente a su entera discreción.
Una de las razones consideradas más importantes para impedir el control judicial de las decisiones del fiscal es el principio de la división de poderes, pues, al constituir la persecución penal una tarea típicamente ejecutiva, el poder judicial no puede interferir con el libre ejercicio de los poderes discrecionales del fiscal . Tampoco se admite que la víctima impugne judicialmente la decisión del fiscal de no perseguir.
El sistema estadounidense establece el derecho del imputado a ser condenado sólo en un juicio oral, público, contradictorio y continuo, ante un jurado imparcial . Sin embargo, la etapa de juicio ha dejado de ser la fase central en el procedimiento y ha pasado a ocupar un lugar simbólico como método de atribución de responsabilidad penal. Ello pues cerca del 90 % de las condenas son impuestas sin realizar el juicio, por renuncia del imputado a ejercer ese derecho . Iniciada formalmente la persecución, el imputado debe decidir qué actitud procesal adopta. Si se declara no culpable (not guilty) el fiscal debe probar la imputación en el juicio; si se declara culpable (guilty) el juicio no se realiza, y se pasa a la siguiente etapa, la audiencia sobre la determinación de la pena (sentencing hearing). Casi ningún imputado hace uso de su derecho constitucional, y detrás de esta estadística se halla la práctica del plea bargaining.
El proceso de negociación conocido como plea bargaining consiste en las concesiones que el fiscal realiza a cambio de obtener la admisión de culpabilidad del imputado . En principio, hay dos tipos de plea bargaining. En el primer caso, el imputado admite su culpabilidad a cambio de una recomendación del fiscal para que el juez imponga una pena determinada —o no imponga penas a cumplir consecutivamente en el caso de concurso real —; estos acuerdos se llaman sentence bargains. En el segundo caso, el fiscal acusa por un hecho más leve, o bien imputa menor cantidad de hechos cuando se trata de la sospecha de un concurso real. Dado que la decisión acerca del contenido de la imputación es exclusiva del fiscal, su decisión, en principio, no puede ser revisada judicialmente . El fiscal ofrece reducir los cargos o solicitar una sentencia determinada. La concesión del imputado, en cambio, es siempre la misma: su admisión de culpabilidad.
III
Ahora bien, la admisión de culpabilidad (plea of guilty, o guilty plea) no es equivalente a nuestra confesión. En el sistema estadounidense, el jurado se pronuncia, con su veredicto (verdict), sobre la cuestión de hecho referida a la culpabilidad del imputado. Un veredicto se diferencia de una decisión judicial (judgment) no sólo por ser pronunciado por legos, sino también por ser una decisión sobre los hechos del caso, que el tribunal puede aceptar o rechazar para fundar su resolución. En un caso penal, el veredicto de culpabilidad del jurado funda la resolución judicial de condena (judgment of conviction). Tras la condena, el tribunal dictará otra resolución, llamada “sentence”, en la cual individualizará e impondrá la pena aplicable al condenado, en una audiencia especial convocada al efecto.
En este contexto, el guilty plea no es un elemento de prueba o una confesión, es en sí mismo una condena y tan determinante como el veredicto del jurado . Presentado el guilty plea, sólo resta la resolución judicial de condena (judgment of conviction) y, posteriormente, la determi-nación de la pena (sentence). Por ello, se dice que la admisión de culpabilidad no es una prueba de cargo que sirva al acusador estatal, sino una declaración formal del imputado sobre su culpabilidad por uno o más hechos punibles, que acepta como verdadera, e implica la renuncia a sus derechos constitucionales —v. gr., a un juicio por jurados—. La función del jurado en el juicio penal es determinar la cuestión de hecho acerca de la culpabilidad del acusado. Por ello, cuando el acusado admite su propia culpabilidad, el jurado se queda sin función alguna que cumplir, y el juicio no se realiza.
La renuncia al juicio involucrada en el guilty plea, entonces, reemplaza al juicio, pues la declaración formal del imputado cumple el mismo fin: determinar la cuestión de hecho acerca de su culpabilidad. Así, el control judicial de la declaración del imputado no tendrá el mismo fin asignado al juicio, pues ese fin ya ha sido realizado con la declaración del imputa-do, que tiene idéntico valor al veredicto del jurado. Ahora bien, como esa declaración representa la renuncia a varios derechos constitucionales, el control judicial anterior a la resolución condenatoria tiene por objeto verificar los presupuestos de validez del acto de renuncia a tales dere-chos.
La regla 11 de las Reglas Federales del Procedimiento Penal (Federal Rules of Criminal Procedure) se refiere al control judicial de la declaración de culpabilidad (guilty plea). El sentido de esta regla, se afirma, es que el "debido proceso requiere que el tribunal se asegure que la admisión de culpabilidad es voluntaria e inteligente. El incumplimiento por parte del tribunal de las tres exigencias principales de la Regla 11 (ausencia de coerción, comprensión de los hechos imputados y conocimiento de las consecuencias de la declaración) requiere la revocación del acuerdo aceptado por el tribunal" . Son requisitos adicionales la verificación de "bases fácticas suficientes" y el derecho a ser asistido por el abogado defensor.
A pesar de la afirmación anterior, el contenido que la jurisprudencia le ha dado a cada una de las exigencias ha generado numerosas excepciones, que no permiten obtener la revocación del acuerdo tan fácilmente. Una de las obligaciones del tribunal consiste en informar al imputado —o verificar que él conoce— las consecuencias que derivan de su admisión de culpabilidad y el máximo de la pena prevista para cada delito que se le imputa. La jurisprudencia ha considerado que el desconocimiento, por parte del imputado, de las consecuencias indirectas del guilty plea, no afecta su validez. Así, se ha admitido que el juez no incumplió su obligación al no informar al imputado que podría ser deportado como consecuencia de su condena, pues tal medida fue una consecuencia colateral de su admisión de culpabilidad . También se ha destacado que el imputado debe ser informado de las consecuencias directas de su guilty plea, pero no de todas las consecuencias colaterales posibles. Se ha citado como ejemplo que resulta innecesario informar al imputado de la posible revocación de su libertad condicional, de una potencial deportación o de la posibilidad de que sea dado de baja deshonrosamente de una institución militar . También la obligación de informar la pena máxima ha sido desvirtuada al afirmarse que la regla 11, en lo que concierne a la aceptación del guilty plea, no requiere de una advertencia explícita del tribunal de que las penas pueden ser impuestas para ser cumplidas consecutivamente , circunstancia que afecta directamente el máximo real de la pena eventualmente aplicable.
En cuanto a la determinación de las “bases fácticas suficientes”, en realidad no se toman demasiados recaudos, pues toda exigencia de averiguación de la “verdad real”, una vez pactada la imputación con el fiscal, sólo serviría para hacer caer la condena, pero jamás para perseguir por el delito más grave eventualmente cometido, pues el fiscal no tiene obligación alguna de perseguir todos los delitos, ni de cambiar la califi-cación jurídica por la que ha acusado. Por ello, los tribunales han establecido que este deber no es una exigencia constitucional, a menos que el imputado sostenga su inocencia, y la Corte Suprema afirmó expre-samente que si bien la mayoría de los guilty pleas consistían en una renuncia al juicio por jurados y en una admisión expresa de culpabilidad, esta última circunstancia no era un requisito constitucional para la imposición de una sanción penal (North Carolina v. Alford, 1970).
En conclusión, dado que los estadounidenses tratan a la admisión formal de culpabilidad como una renuncia al juicio que equivale a un veredicto de culpabilidad, se limitan a controlar si la renuncia, como tal, cumple con ciertos requisitos mínimos de validez. En cuanto a la verifica-ción acerca de la veracidad de los hechos que admite el imputado, el control no es demasiado exigente, por dos razones. En primer lugar, pues al concederse a la declaración del imputado el mismo valor que al veredicto del jurado, la verdad se da por establecida. El consenso, en este contexto, desplaza a la determinación judicial de la “verdad real”. En segundo lugar, porque el Estado nada gana si se preocupara demasiado por esa cuestión. Por el contrario, podría resultar perjudicado, en todos los casos en que las pruebas sean realmente escasas. Tal como señala LANGBEIN, las exigencias impuestas por la regla 11 se han transformado, básicamente, en un formulismo.
En este marco, el plea bargaining se ha transformado, en las últimas décadas, en el principal método de atribución de responsabilidad penal. Como tal, tiene sus críticos y sus defensores. Sus defensores sostienen que esta práctica brinda beneficios tanto al acusado como al fiscal, pues la admisión de culpabilidad ahorra, al imputado, el esfuerzo y los gastos que el juicio requiere cuando no es probable que éste obtenga un resultado favorable. También ofrece al imputado la ventaja de una menor exposición pública al acelerar el proceso que conduce, casi directamente, a las etapas de imposición de la condena y de la pena. Para los fiscales, las ventajas consisten en reducción de gastos, eficiencia administrativa en la utilización de recursos escasos y la protección del público.
Por otro lado, las críticas son varias y referidas a diferentes cuestiones. Una de las críticas más usuales destaca la gran discreción otorgada al fiscal . Las críticas más fuertes destacan el efecto coercitivo de las prácticas de plea bargaining, al sostener que el efecto producido es cualitativamente comparable a la tortura. LANGBEIN, por ejemplo, afirma que existe "una diferencia entre sufrir quebraduras de huesos y sufrir algunos años adicionales de prisión si uno se reusa a confesar, pero la diferencia es de grado, no de calidad. El plea bargaining, al igual que la tortura, es coercitivo". Debido a que la sentencia que será impuesta después del juicio por jurados será considerablemente más grave que la que se impo-ne evitando el juicio, este efecto coercitivo presiona al acusado para obtener su confesión. Por ello, LANGBEIN ha señalado que el índice de confesiones refleja que en EE.UU., en el siglo XX, se ha duplicado la experien-cia central del procedimiento penal europeo medieval: se ha abandonado, en la práctica, el sistema contradictorio de atribución de responsabilidad penal, adoptando un modelo basado, casi exclusivamente, en confesiones obtenidas coercitivamente. De este modo, la única diferencia entre el derecho estadounidense actual y el derecho europeo de la Edad Media es que, mientras en este último el poder aparecía concentrado en la figura del juez inquisidor, el plea bargaining concentra el poder en las manos del fiscal.
Adicionalmente, la discreción con la cual el fiscal ejerce la persecución penal produce otro efecto en el modo en que se aplica la ley penal. La amplitud de su discreción actúa como uno de los múltiples factores que contribuyen a acentuar la discriminación racial en los procesos de criminalización. En este sentido, se ha sostenido que el sistema de justicia penal estadounidense es un "sistema que construye el delito en términos de raza y la raza en términos de delito". Diferentes estudios han señalado la discriminación racial que guía, en gran cantidad de casos, las decisiones de los fiscales.
EE.UU tiene, actualmente, no sólo la tasa de encarcelamiento más alta del mundo sino, además, un número desproporcionado de perso-nas pertenecientes a minorías en prisión. Mientras que la tasa de encarcelamiento para hombres negros en Sudafrica fue de 681 presos por 100.000 habitantes en 1990, la tasa para el mismo período fue de 3.370 en Estados Unidos . Probablemente hayan sido estas estadísticas las que condujeron a MAUER a formular un sub-título de su significativo informe en los siguientes términos: Afro-Americanos: ¿Una especie en extinción? . Es indudable, entonces, que estas personas son víctimas de una terrible discriminación producida, entre otros motivos, por el ejercicio del poder y la discrecionalidad del fiscal en las decisiones vinculadas con la persecución penal.
Más allá de la eventual ilegitimidad del sistema, que ha recibido severas críticas , la renuncia al juicio, en ese caso, representa la obtención del mismo resultado (la condena) pero a través dos métodos completa-mente distintos: o bien vencen en juicio al imputado, soportando el ejercicio de todos sus derechos, o bien llegan a un acuerdo con él, que evita toda necesidad de enfrentamiento judicial. En ese sistema, la renuncia al juicio significa, precisamente, eso, pues equivale a un veredicto de culpabilidad sin necesidad de ser juzgado…