Un Nuevo Momento Constitutivo
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De esta nueva Edad Media se ha dicho que será una época de transición permanente para la cual habrá que utilizar nuevos métodos de adaptación: el problema no será tanto el de conservar científicamente el pasado, cuanto de elaborar hipótesis sobre el aprovecha-miento del desorden y entrar en la lógica de la conflictividad. Nacerá, como ya está naciendo, una cultura de la readaptación continua.
UMBERTO ECO
¿Para qué es necesaria una Constitución? En esta interrogante se resume un debate latente no sólo en nuestro país, sino en distintas latitudes y circunstancias de un mundo abocado a transitar el umbral de una nueva etapa de su evolución, convencionalmente calificada como postmodernidad y cuyos rasgos salientes son: la globalización en andas de la revolución comunicacional técnica y electrónica, y, la expansión de las ciencias hacia nuevas fronteras micro y macrocósmicas. Como señala el destacado científico belga Ilya Prigogine “Nos estamos desplazando de un mundo de certezas a un mundo de probabilidad”, el cual nos enfrenta a “la emergencia de una nueva idea de racionalidad en la que la razón no estará ya asociada a la certeza, ni probablemente a la ignorancia. En este contexto, la creatividad de la naturaleza y la del hombre hallarán su lugar verdadero”.
En este medio de incertidumbre, desazón y de búsqueda de nuevos conceptos para nuevas realidades; de creatividad para enfrentar a los retos emergentes, y de reajuste en las relaciones entre la naturaleza y la humanidad; se incluye, por supuesto, la necesidad de una reorientación en el seno de las colectividades sociales y además en el sistema político universal. Es un momento de inflexión total, un salto hacia una nueva civilización, en la que los tradicionales valores premodernos y modernos se reformulan y relativizan, mientras nuevas proposiciones complejas y procedimientos alternativos se despliegan en la práctica social.
Una Constitución no es más que un acuerdo fundacional sobre cuyos principios, valores y preceptos, las agrupaciones y actores sociales convienen establecer y mantener instituciones basadas en normas regula-doras, por medio de las cuales se les asignan competencias y atribuciones a estas; al mismo tiempo que, en ellas se les garantizan derechos y procedimientos individuales, colectivos y sociales a los ciudadanos, habitantes de un territorio organizado. Vista así, la Constitución es un inicio que no sólo dota de un origen legítimo a la organización social, sino que además, proyecta una identidad jurídica autorregulable y recomponible en torno a sus objetivos. En realidad, no existe una Constitución, sino que en cada comunidad a lo largo de su historia se dan tantas cuantas fueren indispensables para readecuar la vida social, cuando así lo requieran los cambios que se operan en los fundamentos esenciales de ésta y en los principios específicos que las orientan. En el caso del Ecuador, pese a las variantes secundarias de las normas que animaron constituciones coyunturales correspondientes a situaciones políticas mudables, los grandes tipos de constituciones fueron, indudablemente, las de 1830 y 1835 que originasen al Estado corporativo censitario del Presidencialismo caudillista, la de 1845 que sentara las bases del Estado de representación hacendaria, cuya culminación se alcanzase con el régimen de Gabriel García Moreno y con los gobiernos “progresistas” decimonónicos; la de 1906, que a su vez instituyó el Estado moderno laico y la de 1945 que delinease el rasgo electivo-representativo y social prolongado hasta el actual ordenamiento, cuya novedad es la fundamentación de la diversidad multiétnica, regional y pluricultural del Ecuador.
Requerimos hoy de un nuevo ordenamiento porque estamos inmer-sos en un momento nuevo, el cual demanda una regeneración de la sociedad ecuatoriana, para que ella exprese su multiplicidad, tanto en su fundamentación básica como, sobre todo, en su organización normativa e institucional.
Ante la democracia- en torno a cuya arquitectura estructural se fundamenta la sociedad ecuatoriana-, se plantean tres grandes temas referenciales los cuales permiten transparentar su contenido, por lo que no pueden eludirse en la formulación de una nueva Constitución:
La diversidad étnica y regional constitutiva de la sociedad y la pluralidad de sus manifestaciones que fluyen incontenibles-desbordando el esquema del Estado unitarista rígidamente centralizado y jerarquizado-, es una fortaleza que precisa ser debidamente encausada con métodos que representen la libre voluntad asociacionista expresada, y la facultad de autogobernarse sin más cortapisas que las que impongan los derechos fundamentales, y la solidaridad consciente acerca de un destino común a compartir.
La desigualdad, entendida como obstáculo al libre desarrollo individual y colectivo y como inequidad sustancial de situación y de oportunidad, por el contrario, es una debilidad que corroe y degrada a la democracia, tanto en su representatividad delegada a un aparato elitista de carácter monocrático y concentrador de la capacidad de decisión, como en la participación, circunscrita a procedimientos formales ejercibles sólo bajo control burocrático. El acceso a una más amplia posibilidad de expresión de los diversos intereses en el Estado, contribuiría a derruir vallas de contención y privilegios estatuidos, para potenciar un demos indispensable en la vida social.
El posicionamiento en la integración y en los procesos de globalización, poniendo a salvo en ellos la soberanía e integridad y desplegando activamente nuestras posibilidades, es una carencia que afecta sobremanera a la sociedad ecuatoriana. Una adecuada relación entre normas internas y tratados o convenios para promocionar una articulación flexible, pero basada en principios y en preceptos universales, puede dotarnos de garantías reivindicables y justiciables sólidas, respetables, en una situación internacional que requiere salvaguardas contra atentados a la soberanía y a la autodeterminación.
Atravesando tangencialmente este conjunto de sistemas autorregulables, se encuentra un eje oscilante dentro de un campo de fuerzas político, el cual lo conforman los espacios reales de participación ciudadana en los procesos formativos de las decisiones estatales y en el control societal, por una parte, y, los mecanismos garantistas que tornan accesibles y eficaces a los derechos fundamentales en su vigencia. Ninguna solución parcial de los problemas enunciados que se precie como democrática podrá ser duradera y trascendente, sin la regulación autosostenible y legitimadora del sistema político que conforma esta articulación estructuradora, por medio de la cual se hace efectivo el principio de soberanía popular.
No es posible, sin embargo, concebir que este modelo estatal pueda configurarse como un “Estado sin enemigo” cual sostiene una auto-denominada Tercera Vía (Giddens), haciendo alusión a la desaparición del bloquismo ideológico imperante en el periodo durante el cual, el socialismo constituía un sistema autárquico confrontado con el capitalismo, y, a un supuesto predominio incontrastable del paradigmático “Libre Mercado”. El entronizamiento de un poder imperial implica una constante amenaza a la integridad y soberanía de los Estados, particularmente de aquellos que contrarían las pretensiones de quienes anhelan convertir al planeta en rediles, cercados por una trama global de subordinación.
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“La soberanía es un concepto anacrónico originario de un tiempo pasado, cuando la sociedad estaba formada por gobernantes y súbditos, no por ciudadanos […] la soberanía real pertenece al pueblo que la delega en sus gobiernos. Si éstos abusan de la autoridad que les han conferido, y los ciudadanos no pueden corregir ese abuso, la injerencia extranjera está justificada” (!!) […] “ya que los conflictos armados y los regímenes represivos pueden suponer un peligro fuera de sus países, a todas las naciones democráticas les interesa superar los problemas de la actuación colectiva para promover sociedades abiertas en todo el mundo”.
De tal talante filibustero es el enunciado justificador del intervencionismo imperial-colonial que formula el conocido magnate George Soros, en un artículo aparecido en la revista Foreign Policy (edición española, febrero – marzo, 2004). No se trata tan sólo de una disquisición publicística o de una visión alucinada de la realidad, fruto de algún desvarío. Es la voluntad omnímoda del capital financiero especulativo oligopólico, expresada con precisión por uno de sus más connotados integrantes, cuya desfachatez es ya proverbial.
Acompasadamente con este planteamiento, el ex–Secretario de Esta-do norteamericano Collin Powell asevera en otro artículo, que el fundamento “principista” de la estrategia diseñada por el Presidente George Bush de guerra preventiva (léase de la agresión e intervencionismo) contra el terrorismo a nivel global, es la promoción de la libertad y la dignidad a escala planetaria (Foreign Affaires, January – February, 2004: A strategy of partnership, N.Y.)
La lógica policial del imperio, recubierta con el oropel de los derechos humanos y la sociedad democrática “abierta”, se explicita desde los sustentos del poder actual: la trama urdida en torno al capital tecnoelectrónico navegante en la hiperrealidad, y, a los aparatos estatales de gran potencia, los cuales manipulan desde su poderío a tecnoburocracias de organismos y entidades supranacionales para imponer sus intereses.
Las intervenciones y ocupación de Afganistán e Irak, la deposición del Presidente Jean Bertrand Aristide en Haití, las campañas sediciosas contra Cuba y Venezuela, la intervención creciente en Colombia, perpetradas por la administración Bush, no son meros fenómenos pasajeros debidos al auge del terrorismo o a veleidades electorales para cortejar a un segmento conservador, aunque tales factores estén indudablemente presentes. Se trata esencialmente de un viraje periodizable que se produce en el contexto de la globalización: la conformación de una administración imperial agresiva de funcionarios administrativos y militares, relacionados directamente con el gran capital transnacional financiero especulativo y con la industria armamentista, articulados en un sistema institucional supranacional, en torno a los cuales se entreteje una maraña de alianzas y pactos de intereses hegemonistas de diverso tipo. El reforzamiento del dominio y la sojuzgación, las imposiciones en política económica, la prepotencia cultural y la inequidad en los intercambios son otras tantas expresiones de esta nueva configuración postmoderna del poder imperial.
A frase huera suena entonces, el discurso sobre la opacidad del Estado como tendencia general o, aquel otro sobre su sustitución por una red poliárquica en la que se diluiría la capacidad decisoria, distribuida por igual entre distintos centros. La desterritorialización del Estado postmoderno es, en realidad, un proceso de transnacionalización por el cual la soberanía de los países periféricos como ejercicio jurisdiccional, es transferida parcialmente a sistemas externos, mientras que la descentralización de su actividad encubre, básicamente, una reconcentración del poder en un conjunto de variadas organizaciones, acuñadas, promovidas y dirigidas por corporaciones monopólicas que expanden sus opera-ciones hacia el espacio cósmico y a las profundidades marinas, inclusive.
En tales condiciones, la reestructuración de los Estados nacionales se plantea como una encrucijada: o los procesos de integración regional y continental acompañados de la formación de espacios de gestión compartidos y la descentralización territorial-administrativa, junto a la promoción de un conjunto de garantías sobre los derechos humanos, provocan un cambio real en la democratización, auténticamente desconcentradora del poder que detentan los sectores financieros dominantes a favor de los pueblos, nacionalidades y etnias subyugados y explotados; o, los mismos conducen al reforzamiento y consolidación de las transnacionales, por medio del debilitamiento de la capacidad soberana del Estado.
La reforma del Estado, y –como parte de ésta–, del sistema de gobierno, de la representación y de la participación, son requisitos indispensables para una gobernanza adecuada que garantice el desarrollo democrático, la soberanía auténtica y el bienestar sostenido y sustentable del Ecuador y de los restantes estados latinoamericanos.
Una tal reforma reestructuradora del sistema político enfrenta la dificultad de su realización, tanto por la oposición de las fuerzas que ocupan el actual aparato estatal, como por la de los sectores privilegiados de la sociedad que se benefician del mismo. Cuentan para ello con el complejo de instituciones centralizadas del Estado –conformado como aparatos del orden constituido–, y con las restricciones implementadas a manera de mecanismos de bloqueo ante cualquier innovación legislativa, como el llamado “candado constitucional” del artículo 282 CPRE, que prevé un año intermedio entre el primer y el segundo debate para cualquier reforma constitucional por el Congreso Nacional, y con la limitación a una hipotética iniciativa presidencial para la consulta popu-lar sobre dicho tema.
El camino que resta entonces, es el de forjar y obtener una mayoría representativa en el Congreso y alcanzar la Presidencia de la República, para orientarlas a favorecer tal reforma, provistos de un mandato programático en el plan de trabajo a registrar en el Tribunal Electoral respectivo, según el artículo 109 CPRE, lo cual requiere conformar una coalición por el cambio activa y actuante en la vida social. Sin embargo, esta expresión política sólo puede hacerse realidad y alcanzar sus objetivos sociales en el marco de una intensa movilización autónoma de los sectores dominados y oprimidos, que vaya perfilando una constitución de la demodiferencia, sustentada en una ciudadanía social e identitaria integral, con la cual se alcance una expresión participativa intensa, operando tanto dentro de un régimen de autonomías diversas por su origen y funcionamiento en la unidad nacional (ex-uno plura), –conformada por territorios comarcales étnicos y gobiernos democráticos locales–, cuanto en un gobierno estatal, de composición igualmente plural. Pero la ecumene a construir se extiende a la globalidad, a través de una reforma a las instituciones internacionales perimidas e incapaces de controlar adecuadamente los desplantes hegemónicos, las imposiciones y el intervencionismo imperial.
En la perspectiva de ese nuevo horizonte a conquistar –la sociedad global autónoma, equitativa y justa, fundada en todos los saberes y no en “un” conocimiento tecnocrático excluyente–, nuestro reto es desembarazarnos del neo-concertaje de la deuda externa y de sus obligaciones serviles; del concordato colonial con el Fondo Monetario Internacional que son las cartas de intención; de un confesionalismo excluyente remozado en su cuño como es el credo neo-liberal (o neo-conservador); y, de sus instrumentos de dominio: los tratados de libre comercio; con los cuales se va generando una nueva categoría de efecto genocida sobre la pobreza: la de la exclusión, que convierte en desechables a vastos segmentos de la población.
Otra estatalidad ciudadana es imprescindible para cobijar la esperanza y proyectarla a su espacio cósmico de vigencia.