Del ¿Entorno Analógico? a la Tecnología Digital.- Resumen de una conferencia dictada en Lima, Perú
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INTRODUCCIÓN
La evolución de las ideas.
Si el derecho de autor tiene por objeto la protección de las obras que tengan originalidad y concreción de forma, resulta que uno de los fines de la tutela es el “estimulo a la creatividad”, concepto dinámico que impone la necesidad de producir e interpretar las normas con un sentido “vivencial”, a la par de las nuevas formas creativas que nacen con el talento del hombre y de las nuevas formas de uso que surgen con el avance de la técnica, también producto del ingenio humano.
Por ello, al plantearse con temor la suerte del derecho de autor ante las nuevas tecnologías digitales, se olvida que desde su reconocimiento expreso en el derecho positivo hasta la fecha, el derecho del autor ha tenido que afrontar varios “traumas” con motivo del avance tecnológico, los cuales han sido superados con una interpretación judicial basada en el espíritu y los propósitos que fundamentan la protección y no solamente en la letra fría y estática de la norma; y, cuando ha sido necesario, con las reformas legislativas adecuadas al avance de los tiempos.
En ese sentido -señala Delgado Porras-, la consecución de todas las predicciones actuales y futuras sobre el “negocio” que ofrece la infraestructura global de la información a los profesionales de la composición, la interpretación o ejecución musical, la edición de las obras de este género y la producción fonográfica –y a otras obras y demás intelectuales susceptibles de transitar por las “redes digitales”, agregamos nosotros-, depende de dos factores fundamentales:
a. El acierto con que el Derecho ampare, al nivel más elevado posible, los intereses de los nombrados profesionales en la explotación de sus obras y prestaciones, especialmente en su forma de transmisión “punto a punto” y a solicitud del destinatario de la misma (“transmisión digital interactiva”) por intermedio de una”red digital” del tipo de la “Internet”.
b. El grado de protección efectiva de los derechos que, para la tutela de los mencionados intereses, se reconozca y conceda a dichos sujetos .
De la imprenta a las primeras reproducciones sonoras.
No puede olvidarse que el derecho de reproducción sobre la obra, inicialmente bajo la forma de un “privilegio”, nació con motivo de un impacto tecnológico: la imprenta de tipos móviles de Gutemberg; y que la modernización de las vías y de los medios de comunicación facilitó el desplazamiento de los ejemplares de las obras de un territorio a otro, lo que reclamó una protección internacional, no ya a través de simples tratados bilaterales, sino por medio de instrumentos con vocación mundial.
Los ejemplos continuaron: cuando se inventaron las cajas de música y las máquinas mecánicas de música –informa Lipszyc-, los autores reclamaron de las industrias una retribución por el uso de sus obras, lo que al principio, no tuvo suerte en el plano internacional, pues el Acta originaria del Convenio de Berna (CB), de 1886, incorporó en el Protocolo Final un dispositivo según el cual la fabricación y la venta de instrumentos idóneos para reproducir mecánicamente piezas musicales en dominio privado, no debían ser considerados como uso ilícito de obras musicales.
Pero el perjuicio que la exención anotada causaba a los creadores, comenzó a revertir la situación cuando el Acta de Berlín (1908) derogó la disposición de 1886 y reconoció el derecho de los autores de obras musicales a autorizar o no su adaptación a instrumentos que sirvieran para reproducirlas mecánicamente, así como su ejecución pública por medio de tales instrumentos.
De la fijación audiovisual a la obra cinematográfica.
La tecnología planteó nuevos retos al aparecer la cinematografía, en primer lugar, porque su mención como obra no aparecía de forma expresa en el Acta Originaria del CB (1886); luego, porque las primeras fijaciones audiovisuales captaban simples sucesos callejeros, carentes de originalidad; y, por último, porque, aun con posterioridad a esa etapa inicial, muchas filmaciones se limitaban a fijar las escenas tomadas del teatro, razón por la cual los creadores del argumento se oponían al reconocimiento de un nuevo género, al estimar que el aporte original estaba en la obra literaria, y se ofuscaban al oír hablar de “realizadores cinematográficos”, a quienes tildaban de ser “los que le dan vueltas a la manivela”.
Con posterioridad, se incorporaron a los filmes diversos elementos creativos, como la escenografía creada especialmente para la obra, el seguimiento a los intérpretes en sus movimientos (“cine persecución”), la alternancia de acciones desarrolladas en sitios distintos, la combinación de decorados naturales con artificiales, la estilización de los personajes, la elaboración de argumentos creados específicamente para la realización del filme y el abandono de los convencionalismos teatrales, lo que convirtió al cine en arte cinematográfico.
Y es así como, si bien ya bajo la vigencia del Acta Originaria el CB se admitía por vía interpretativa la protección de las obras cinematográficas (porque el catálogo enunciativo de las obras finalizaba con la expresión: “en fin, toda producción literaria, científica o artística que podría ser publicada por cualquier forma de impresión o de reproducción”) siempre que, como en toda obra, estuviera presente la originalidad en la forma de expresión, el Acta de Berlín (1908) aclaró expresamente que quedaban protegidas como obras literarias y artísticas las producciones cinematográficas cuando, por las disposiciones escenográficas o combinaciones de incidentes representados, el autor hubiera dado a su obra un carácter personal y original.
A su vez, el Acta de Roma (1928) simplificó las cosas, al disponer que se protegían como obras literarias y artísticas las producciones cinematográficas cuando el autor hubiere dado a la obra carácter original, y a partir del Acta de Bruselas (1948) se incluyó en el catálogo ejemplificativo de las creaciones protegidas a “las obras cinematográficas y las obtenidas por un procedimiento análogo a la cinematografía”.
Hoy las modernas legislaciones prefieren emplear la denominación más amplia de “obras audiovisuales”, o sea, las que expresan imágenes sucesivas y en movimiento, al ser proyectadas o exhibidas por cualquier medio o procedimiento y con independencia del soporte material que las contiene, haya o no sonido incorporado.
Del espectáculo “en vivo” a la radiodifusión.
También la radiodifusión planteó nuevos desafíos a la protección de los creadores, si se toma en cuenta que el CB, en su Acta Originaria (1886), estaba concebido, fundamentalmente, en lo que se refiere a la comunicación pública, en torno a los derechos de representación, entendida ésta como “espectáculo viviente”.
Es más, las leyes de antigua data no reconocían expresamente un derecho general de comunicación pública, sino que sólo reconocían de modo expreso algunas de sus modalidades, por ejemplo, la ejecución pública, la representación dramática, la recitación, etc., aunque ello no quería decir que tales formas de explotación, como derechos exclusivos, fueran de interpretación restrictiva o limitativa.
Pero se afirma desde antaño que el derecho de ejecución pública “comprende todos los sonidos y ejecuciones que se hacen audibles para el público en cualquier lugar dentro del territorio en que actúa cada una de las sociedades contratantes”, y que el concepto no sólo alcanza a los modos de ejecución tradicional, sino que la noción de “derechos de ejecución” abarca también “el derecho de radiodifusión y el de transmisión al público en general (por cable, altavoces, etc.)”.
En todo caso, ya en la Revisión de Roma del CB (1928) se incluyó de manera taxativa el derecho de los autores de autorizar la comunicación de sus obras al público por la radiodifusión, y en los modernos textos legales se reconoce un derecho general de comunicación pública, entre cuyos modos se encuentran, por ejemplo, la ejecución de obras musicales, la representación de obras escénicas, la transmisión y retransmisión de las obras literarias o artísticas, la exposición de obras de arte, etc.
Y como quiera que por radiodifusión se entiende la transmisión, a través del espacio radioeléctrico, de sonidos o imágenes, dicha expresión comprende tanto las emisiones sonoras como las de televisión.
En la esfera de los derechos conexos, las mejoras en las técnicas de las fijaciones sonoras, incluso en combinación con su radiodifusión, destacó el drama que sufrían los artistas, a partir de los años 30, cuando se vieron desplazados de sus trabajos, pues ya no eran necesarias sus actuaciones “en vivo” para que el público, a través de sus radioreceptores o mediante la ejecución de esas grabaciones en salas de baile u otros locales similares, pudiera disfrutar de las interpretaciones artísticas.
Es así como la jurisprudencia argentina (1930), por ejemplo, sin disposición en la ley de la época sobre los derechos de los artistas, declaró que la adquisición de discos fonográficos no autorizaba su difusión por radiofonía sin el consentimiento de los intérpretes , y ya en esos tiempos comenzaron las primeras reformas legislativas en varios países, antes de cualquier Convenio Internacional sobre la materia, donde se reconoció el derecho de los intérpretes o ejecutantes a impedir la radiodifusión o comunicación al público no autorizada de sus interpretaciones o ejecuciones.
Y si bien es cierto que los intentos realizados para incorporar los derechos de los artistas en el CB, con motivo de la Revisión de Bruselas (1948), no dieron resultado, ello no se debió a una indiferencia en torno a esos trabajadores intelectuales, sino a la necesidad de elaborar un instrumento internacional distinto, para la protección de los intérpretes o ejecutantes, los productores de fonogramas y los organismos de radiodifusión, lo que ocurrió con la aprobación de la Convención de Roma (CR) de (1961), la cual, en lo que se refiere a la radiodifusión o comunicación al público de grabaciones ya fijadas, reconoció un derecho de remuneración equitativa a los intérpretes o ejecutantes, a los productores fonográficos, o a ambos, en las condiciones diferidas a las legislaciones nacionales.
La reprografía y el satélite.
La década de los años 60 también planteó nuevos desafíos tecnológicos: la popularización de la fotocopiadora y la aparición de las transmisiones por satélite.
Así, la masificación de la reprografía destacó la importancia del artículo 9,2 del CB, ya que las reproducciones que en supuestos especiales pueden estar permitidas por las leyes nacionales, son aquellas que no atenten contra la explotación normal de la obra ni causen un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor.
Ya el Informe de la Conferencia Diplomática que aprobó la Revisión de Estocolmo (1967), contenía la siguiente declaración interpretativa del artículo 9,2 del Convenio:
“Si se considera que la reproducción es contraria a la explotación normal de la obra, el paso siguiente consistiría en determinar si causa o no un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor. Únicamente si ello no ocurre sería posible, en ciertos casos, admitir un licencia obligatoria o establecer una utilización sin remuneración. Un ejemplo práctico puede ser el de la fotocopia para diversos fines. Si consiste en la producción de un número muy grande de copias, no puede permitirse porque es contraria a la explotación normal de la obra. Si supone un número relativamente crecido de copias para uso en empresas industriales, puede no causar un perjuicio injustificado a los intereses del autor siempre que, conforme a la legislación nacional, se pague una remuneración equitativa…”.
Y ese derecho de remuneración equitativa por las reproducciones privadas se hizo más necesario con la aparición, en la década de los 70, del “audiocassette” y el “videocassette”, y de aparatos electro-domésticos (audio-grabadores y video-grabadores) diseñados para la grabación de sonidos y/o imágenes en esos soportes vírgenes, sea “back to back” o bien a partir de una emisión de radio o televisión.
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