Poder Constituyente y Estado de Derecho
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El poder constituyente, cuyo titular es el pueblo, no es lo mismo que el poder legislativo ordinario, que es un poder constituido.
El término “constituyente” no existe ni en Inglaterra, ni en Estados Unidos de Norteamérica. Que no exista en Inglaterra, en verdad, no ofrece ninguna dificultad, porque en ese país no se da como cosa distinta el poder constituyente y los poderes constituidos, en tanto el Parlamento británico ejerce conjuntamente ambos poderes. Pero, en cambio, el vacío idiomático para los Estados Unidos de Norteamérica es grave, porque históricamente es en este país donde se llevó a la práctica la doctrina del poder constituyente cuya fuente es Francia, así como la del constitucionalismo, que constituye su corolario.
Por esta razón los tratadistas norteamericanos frente al vacío técnico y doctrinario que produce el no poder contar con el vocablo “constituyente”, se ven obligados a reemplazarlo por otro: “constitucional”, confundiéndose e identificándose así dos conceptos jurídicos distintos, siendo ésta la razón por la cual a sus convenciones las denominan “convenciones constitucionales” y no como debiera ser, es decir, “convenciones constituyentes”, en virtud de que aquéllas pueden ejercer el poder de reformar la Constitución, produciéndose una grave perturbación doctrinaria.
Resulta evidente que no es lo mismo constituyente que constitucional: aquel poder se ejerce cuando se dicta una Constitución o se enmienda o reforma la previamente dictada; éste, al contrario, denota el carácter que asume un acto de autoridad cuando ella se ejerce con sujeción a los preceptos constitucionales vigentes.
La doctrina sobre el poder constituyente es francesa y su autor es el abate Sieyés quien en su libro “¿Qué es el Tercer Estado?” dijo: “La Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente…”. “En cada parte la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente…”
Así mismo, no son iguales los conceptos de acto constituyente, poder constituyente y constitución: el primero, se refiere a hechos en los cuales se manifiesta la voluntad política del pueblo; el segundo, a la capacidad del pueblo de darse una organización política y un ordenamiento jurídico determinado; y, el último, es la voluntad jurídica en que la voluntad política del pueblo se convierte al adquirir carácter normativo.
Mientras en Europa se concibe el acto constituyente sin estado de derecho y sin Constitución escrita, en América, sucede todo lo contrario; pues, históricamente, le correspondió a los Estados Unidos de Norte-américa llevar a la práctica la doctrina del poder constituyente de Sieyés, abriendo un surco que luego es seguido por los demás países americanos, debido a que el acto constituyente en nuestros lares refleja al mismo tiempo tanto un acto de emancipación de la metrópolis como uno de proclamación de la soberanía interna e internacional.
El profesor Segundo Linares Quintana, apunta bien la diferencia que hay entre el poder constituyente y los poderes constituidos, y expresa:
“El poder constituyente es la facultad soberana del pueblo a darse su ordenamiento jurídico –político fundamental originario por medio de una Constitución y a revisar ésta total o parcialmente, cuando sea necesario”, en tanto que “los poderes constituidos son creados por la Constitución que los limita y regla, encontrándose, por consiguiente, en un plano de jerarquía institucional inferior al del poder constituyente”.
La diferencia entre ambos poderes es clara y se puede sintetizar en el hecho de que el poder constituyente llamado originario, por su cuota de poder, no está sometido a normas preexistentes de derecho positivo y puede ser fundacional, cuando dicta la primera Constitución al fundarse un Estado; y, post-fundacional, cuando opera después de la primera Constitución, pero también exento de reglas jurídicas preexistentes, tal y como actúa a consecuencia de una revolución. A contrario sensu, el poder constituyente llamado derivado, es el que actúa sujeto a reglas preexistentes de derecho positivo, para enmendar o reformar la Constitución, a la que incluso podría reemplazarla íntegramente, siempre que esté facultado para esto.
En verdad, hay ejercicio del poder constituyente originario si éste actúa en su etapa de primigeneidad, en el caso de una sociedad que se organice por primera vez en Estado, o en su etapa de continuidad, cuando por haberse interrumpido la vida institucional del Estado por algún motivo, éste se avoque al caso de dictar una nueva Constitución, lo que frecuentemente ocurre cuando el poder es asumido por la fuerza y se instaura una dictadura, hasta que se den las condiciones para normalizar la vida institucional, elaborando un nuevo texto para la Constitución.
Parecería, a la luz de lo explicado, que el poder de enmienda o de reforma de la Constitución, implica el ejercicio del poder constituyente derivado.
El poder constituyente originario tiene como su titular al pueblo y se encuentra frente a límites fácticos, normativos y axiológicos que no se pueden escamotear. Esta circunstancia no atenta a su condición de poder autónomo, incondicional y trascendente con relación al orden jurídico positivo; y, suele operar a través de dos sistemas: monocrático o unipersonal, como aconteció con la Constitución de Mónaco de 1962 que fue dictada por Rainiero III; y, policrático o múltiple, cuando el operador es plural, como ocurre si el poder constituyente es actuado por dos o más órganos, tal el caso en el que una Asamblea Constituyente es la encargada de redactar la Constitución y luego el pueblo, por la vía del referéndum, es el que finalmente la aprueba o nó. Aquí, en nuestra tierra, han denominado como Asamblea “Constituyente” a una que siendo de origen popular, es sólo “Proyectista” y así debiera ser llamada, si actuamos con rigor académico y éste lo proyectamos a la expresión política.
En la Quinta Codificación de la Constitución de 1978 cuyo texto fuera aprobado el 5 de Junio de 1998, en Riobamba, y que entrara en vigencia, con la posesión de Mahuad como Presidente de la República, a partir del 11 de Agosto de 1998, no se ha producido desde esa fecha ninguna reforma constitucional trascendente. Antes, desde 1979, luego de ser aprobada por referéndum y no por una Asamblea Constituyente, como ha sido la tradición en el Ecuador, sufrió numerosas reformas, siendo las más importantes en los años 1983, 1986, 1990, 1992, 1995 y 1997-1998.
Devino la reforma constitucional como necesidad imperiosa del país. Los proyectos que hacia allá apuntaban permanecieron amontonados en el archivo del ahora extinto Congreso Nacional. Entre ellos, los presentados por Noboa y Palacio, que hicieron uso de la facultad de iniciativa que tiene el Presidente de la República.
Es cierto que nuestra Constitución es rígida y lo demuestra el obstáculo del llamado “candado constitucional”. Sin embargo, la intención de llevar a cabo la reforma constitucional confirmó la sospecha de la reiterada incapacidad que tuvo el Congreso Nacional para procesar los conflictos que aquejan al país. También la tozudez e insensibilidad de la mayoría de los partidos políticos que actuaron en el Parlamento. Y de los diputados, que en un gran número de casos se limitaban a recibir y cumplir las órdenes que les impartían por celular, convirtiéndose en títeres de la voluntad de unas cuantas personas que se autoconsideraron como dueñas del destino nacional. Esto demostró que en la clase política no existe la cultura de la negociación y se practica la de la confrontación y pugna estéril, que genera violencia, erosiona las instituciones del sistema democrático y pone en riesgo la estabilidad institucional del país.
Quedó en claro, además, que los cambios reclamados por la gran mayoría de la nación no vendrán por generación espontánea. Que los beneficiarios del sistema que parece morir no cederán sus prerrogativas y que, en consecuencia, alterar el rumbo de los acontecimientos en el país es una dura lucha titánica.
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