La Creación Judicial del Derecho: Un asunto enriquecedoramente controvertido
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ARGUMENTACIÓN JURÍDICA
RESUMEN:
¿Pueden los jueces crear derecho? La pregunta, aun sin una solución pacífica en nuestros días, ha abarcado extensas páginas en la literatura jurídica desde finales de posguerra. En el presente ensayo, y con importantes referencias teóricas de por medio, se reseñan las principales posiciones acerca de este auténtico problema de la Filosofía del Derecho, desde las concepciones formalistas – iuspositivistas imperantes, hasta las contemporáneas corrientes de la argumentación jurídica que hoy desembocan en el denominado Neoconstitucionalismo.
PALABRAS CLAVE:
Razonamiento jurídico, actividad judicial, decisión judicial, casos difíciles, argumentación jurídica.
Sumario
I.- La frontera inicial indispensable. II.- ¿Una marca sin retorno? III.- Otro quiebre más. IV.- Las preguntas siguen en pie. V.- Un final, que es tan sólo un aperitivo. VI.- A modo de breve colofón.
La frontera inicial indispensable
Para que mi afirmación sea rotunda tendría que haber podido sabo-rear íntegramente el exquisito manjar que conforman el cúmulo de reflexiones que han nutrido y continúan nutriendo el asunto que alienta estas páginas. Como eso no ha sido posible –quizás nunca sea del todo posible en un mundo tan prolífico y vertiginoso como el de hoy-, no me queda más alternativa que confiar en mi percepción parcial, para aseverar que uno de los temas más enriquecedores de los que se ocupan las disquisiciones iusfilosóficas de estos tiempos, es precisamente el de si los jueces crean o no crean Derecho, enunciado así de una manera2 amplia y sin entrar por el momento en precisión o distinción algunas. Lo es, no solo porque el interés teórico suele poner su mira en él, sino por-que está inevitablemente vinculado a otras preocupaciones filosófico-jurídicas de envergadura, igualmente estimuladoras de un profuso pensamiento y de un vívido debate.
Tales son los casos, por ejemplo, de las inquietudes que giran en torno al lenguaje jurídico, al carácter derrotable o no derrotable de las normas, a la indeterminación o no indeterminación del Derecho, a la existencia o no existencia de una única respuesta correcta proporcionada por el Derecho, a la tarea jurídico-interpretativa, a la validez jurídica, al proceso de aplicación del Derecho3, al razonamiento jurídico como tal y al razonamiento judicial en particular; a la completitud o no completitud de los sistemas jurídicos, a la coherencia o no coherencia de ellos; al papel que juegan los principios en el razonamiento judicial, especialmente de cara a la preeminencia alcanzada en estas épocas por lo que se ha denominado el ¨nuevo paradigma constitucionalista¨4; e, incluso, a qué es el Derecho y a qué rol desempeñan los órganos jurisdiccionales en la construcción de la democracia.
A cada uno de esos derroteros y a cada uno de los otros que no he mencionado le corresponderían múltiples referencias de autores y autoras, que se han adentrado en ellos con perspectivas similares, modificadas o completamente distintas, y hasta desde puertas diversas. De allí que haya preferido saldar esta primera cuenta de ubicación del terreno omitiendo todo nombre y toda obra. No se si es una buena manera de hacer justicia; pero, dado que este comienzo no está destinado a hincarle exhaustivamente el diente a ninguno de esos afanes en concreto, me ha parecido que, frente a una enunciación tan general como la que he hecho, cualquier lista pecaría de demasiado reducida.
La manera ha sido bastante breve; pero, con las cosas puestas así, me siento también autorizada a advertir que las siguientes líneas no intentarán despejar las ramas de un bosque de semejante magnitud. En primer lugar, por algo obvio: una hazaña de esa naturaleza requeriría ser ejecutada con el concierto de varias manos; y, claro, requeriría además otro espacio y mucho más tiempo. En segundo lugar, porque sería pretencioso de mi parte aspirar a transitar de un solo tiro por caminos así de vastos y de variados, que han venido siendo largamente recorridos por auténticos caminantes de coturno. Y, finalmente, porque el esfuerzo en el que voy a emprender apenas busca tirar de la punta más visible del ovillo, con el fin de despertar la curiosidad sobre una cuestión que, por otro lado, guarda iluminadoras conexiones con los turbadores síntomas que han venido caracterizando a las prácticas jurídicas y políticas ecuatorianas.
Vamos, entonces, de una vez a cosechar algunos granos.
¿Una marca sin retorno?
Tal vez sea aventurado decirlo, porque el futuro parece estar más lleno de incertidumbres que el presente; pero, por los giros que en diversos campos –incluido, por supuesto, el jurídico- ha ido dando la humanidad por lo menos desde los albores del pasado siglo, y por los golpes que tales postulados5 en concreto han sufrido6, no vislumbro el día en el que puedan dar marcha completa hacia atrás el viejo dogma de la racionalidad de la ley7 y su consiguiente visión de que la aplicación del Derecho no es más que la aplicación de un mecanismo lógico de subsunción (silogismo de subsunción8). Aunque, ciertamente, como señala Cárcova, aún en estas épocas, ¨Cuando un operador jurídico (abogado, juez, funcionario) se formula alguna pregunta acerca del razonamiento judicial, salvo en contadas excepciones, suele buscar la respuesta, más o menos automáticamente en la idea de subsunción¨ (Carcova, 2005, p. 145).
Una idea que -continúa Cárcova-: ¨En su versión más elemental, […] explica la actividad llevada a cabo por los jueces, como un proceso de ´encanastamiento´ mediante el cual, cierta clase de hechos que constituyen un caso particular, son incluidos o insertados dentro de las previsiones de una norma o un subconjunto normativo que describe, en forma abstracta, el caso general; es decir, el género respecto del cual aquel caso particular, resulta ser una especie¨ (Id.). Pero, si bien el mismo Cárcova se encarga de sostener que tal actitud no es natural, sino producto de ¨una educación jurídica que implantó esa idea, machaconamente y sin mayores elucidaciones¨ (Id.); lo cierto también es que esa idea de racionalidad deductiva ha estado largamente presente tanto en la teoría como en la práctica jurídicas. En esa línea de larga vida del modelo racional deductivo cabe mencionar, por ejemplo, que Laporta lo conecta con uno de los sentidos que él le atribuye a la expresión ¨crisis de la ley¨: el momento en el que la ¨ley¨ (entendida como un peldaño del ordenamiento jurídico, un peldaño que se ubica justo a continuación de la Constitución) deja de ser la norma vinculante por excelencia y su consistencia pasa a depender de si se adecua o no adecua a las previsiones normativas constitucionales, esto es, cuando hace su aparición el control constitucional9 (Laporta, 1999).
No obstante el arraigo que dicho modelo de racionalidad ha tenido en ámbitos jurídicos10, parece perfectamente posible sostener que, como lo reiteró Alexy citando a Larenz, a estas alturas, esa es ya una postura teórica ampliamente superada: ¨Esta constatación de Karl Larenz [11] señala uno de los pocos puntos en los que existe acuerdo en la discusión metodológico-jurídica contemporánea. La decisión jurídica, que pone fin a una disputa jurídica, expresable en un enunciado normativo singular, no se sigue lógicamente, en muchos casos, de las formulaciones de las normas jurídicas que hay que presuponer como vigentes, juntamente con los enunciados empíricos que hay que reconocer como verdaderos o comprobados.¨ (Alexy, 1989, p. 23).
Es indispensable aclarar, sin embargo, que las expresiones de Alexy y de Larenz no implican el abandono absoluto de la mirada lógico-formal aplicada a los razonamientos jurídicos -el razonamiento judicial en especial-. Una cosa es sostener que el razonamiento judicial (la aplicación del Derecho) no se reduce a una mera aplicación silogística; y otra cosa -muy distinta- sería sostener –si fuere posible hacerlo- que no cabe evaluación lógico-formal alguna de las argumentaciones jurídicas. El enfoque de Atienza del ¨derecho como argumentación¨ otorga una buena luz a este asunto, para quienes deseen seguirle la pista. El objetivo de estas líneas es otro, así que simplemente añadiré que Atienza sostiene que las argumentaciones como tales –incluidas las jurídicas, como resultará obvio- pueden ser estudiadas desde tres ópticas: la lógico-formal, la material y la pragmática (Atienza, 2003, 2006). Lo que ha quedado claro es que el criterio lógico-formal es insuficiente para dar cuenta de todo lo que se pone en juego cuando se argumenta12 y, particularmente, para dar cuenta de todo el complejo proceso que llevan a cabo los jueces para llegar a una conclusión que, a su vez, les permita justificar la decisión que toman, sobre todo cuando llegar a ella no es un empeño fácil de acometer.
Otro quiebre más
Pues, bien, no obstante el caudaloso río por el que navegan las denominadas ¨teorías de la argumentación jurídica¨, lo que me interesa destacar ahora es que esos criticados postulados de la racionalidad de la ley y de la decisión judicial como una empresa racional de ¨encanastamiento¨ -en palabras de Cárcova- estuvieron ligados a la concepción ¨ilustrada¨13 de la organización político-jurídica del Estado, una de cuyas piedras angulares fue la clásica división de poderes, que supuso, a su vez, como es posible colegir, ¨una tajante distinción entre la creación del derecho por parte del legislador y la aplicación del derecho por los tribunales de justicia¨ (Bulygin, 2005, p.29). En su momento, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) sentenció: ¨Toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos, ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución¨ (artículo XVI).
De esa fuente ¨ilustrada¨ bebieron tanto el considerado ¨constitucionalismo moderno14¨ como la noción de Estado de Derecho15; dos referentes jurídicos y políticos que se desarrollaron durante el siglo XIX y fueron evolucionando matizadamente a lo largo del siglo XX. En lo básico y asumiendo el riesgo que una síntesis muy estrecha me impone, de lo que se trató fue de que las Constituciones se convirtieron en el instrumento jurídico-político superior de regulación del Estado, en cuanto su organización, a los límites de las relaciones entre los distintos poderes que lo conforman, y a los derechos y libertades fundamentales que garantiza a las personas. Así y en una descripción elemental, el Estado de Derecho quedó configurado como aquel Estado que está sujeto al imperio de la ley y en el que existe una clara división de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Atrás de este último postulado –que, en lo esencial, no ha perdido vigencia- descansa la convicción de que la estricta separación de poderes es una estrategia clave para contrarrestar la concentración del poder. De tal suerte que la separación entre el poder legislativo como el único con capacidad para crear Derecho (el Ejecutivo solo en determinados casos) y el poder judicial como órgano cuya competencia se circunscribe exclusivamente a aplicar el Derecho, aparecía –sin duda y a pesar de los fuertes vientos que han corrido en su contra, es una idea que persiste hasta nuestros días- como una condición necesaria para la efectiva realización del Estado de Derecho.
Pero, ese planteamiento cuyas raíces se remontan a los teóricos de la Ilustración -advierte Bulygin- exige también ¨que el derecho suministre a los jueces la posibilidad de resolver todos los casos mediante la aplicación de las normas generales¨, lo que, al mismo tiempo, ¨implica que el derecho ha de ser completo y coherente, en el sentido de que debe contener una solución para todo problema que sea sometido al juez y que no haya dos o más soluciones incompatibles para el mismo caso.¨ (Id.) Una cuestión que, como podrá verse en parte más adelante, ha estado y está, aunque no solo allí, en el centro de las discusiones acerca de si los jueces crean o no crean derecho. No olvidemos que, no obstante el fuerte remezón que los ¨realistas¨ le propinaron a las tesis ¨formalistas¨ y que puso en crisis al Estado liberal de Derecho (Atienza, 2003); y que, no obstante las variantes que el positivismo ha alumbrado en su propio seno, aún perviven posturas que apelan a la completitud, la coherencia y la no indeterminación del Derecho.
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