Aproximación a las relaciones entre Estado e Iglesia Católica
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Resumen:
El art. 50 de la Constitución Política del Perú expone los principios que regulan las relaciones del Estado con la Iglesia Católica; sin embargo, dichos principios no sólo le son aplicables a ésta, sino que se extiende a todas las confesiones religiosas, siempre que éstas cumplan con determinados requisitos genéricos, propuestos por disciplinas auxiliares del derecho. Al amparo de ese presupuesto, se hace una reformulación del enunciado constitucional a fin de evitar salvar los principios que la inspiran y asegurar lo que la historia enseña.
Palabras clave:
Estado, Confesiones religiosas, Iglesia Católica, ciudadanía, feligresía, derecho eclesiástico.
Sumario:
I.- Introducción.- II.- El concepto de “sociedad jurídicamente perfecta” como presupuesto de las relaciones entre el Estado y la Iglesia.- III.- Condiciones generales para las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica.- IV.- El reconocimiento constitucional del aporte eclesiástico.- V.- Conclusiones.- VI.- Bibliografía.
I.- Introducción
El hombre es un animal gregario. Esta es una afirmación que se funda en la mismísima naturaleza humana. De hecho, la familia y la sociedad son prolongaciones naturales del hombre y están ordenadas a la preservación de la especie y al logro de los fines inmediatos y mediatos de los individuos. En la especie, el varón se une con la mujer para formar la familia, la familia se enlaza con otras y forman el clan, de allí derivan la tribu, la polis, luego la nación. Es decir, la sociedad.
Sin embargo, la vida comunitaria, pese a su vital necesidad, no anula la individualidad y el deseo de trascendencia personal. En este espacio, en consecuencia, es conciliable la frase de Aristóteles: “el hombre es un animal político” con aquella otra atribuida a Pascal: “En cada corazón hay un vacío que tiene la forma de Dios y que no podemos llenar con nuestros propios esfuerzos”. Por tanto, debe deducirse que religión y política no son espacios contrapuestos, coinciden en la humanidad de cada quien, con lo que, en cada ser humano, confluyen dos situaciones paritarias: cada persona es, a la vez, ciudadano y feligrés, es decir pertenece y se debe a un Estado específico, pero también se relaciona a una institución religiosa determinada.
Siendo así, la vida social nos impone, cuando menos, dos tipos de obligaciones con sus respectivos ordenamientos: sujeción a las llamadas normas civiles emanadas de la organización del Estado (dígase Constitución Política del Perú, códigos, normas reglamentarias, etc.) y, a la vez a las normas religiosas (para los mormones: el libro del Mormón; para los judíos, el Talmud, etc.), propias de cada organización religiosa, a la en adelante denominamos con el término “entidad religiosa”, en su más amplio significado. En el caso específico de la Iglesia Católica su ordenamiento se deriva de la Biblia, en especial de los mandatos evangélicos, el Código de Derecho Canónico, el catecismo, entre otras normas.
Cada una de ellas, Estado y “entidad religiosa”, anuncia fines similares: mientras que el primero hace indicación de que la “persona humana” es el fin supremo del Estado y la sociedad; la segunda anuncia una misión soteriológica: La santificación del hombre para gloria de Dios. Ambas, en consecuencia, procuran “servir a la persona humana”, por lo que, podrá decirse, que lo común de ellas es el objeto de sus pretensiones: el hombre. La persona, así, se convierte en un centro de imputaciones en la que confluyen un complejo normativo de derechos y obligaciones, que dependiendo de la organización de la que deriven –estatal o religiosa- podría suponer conflictos en la medida que dichas normas sean antagónicas. Para ejemplificar alguna posibilidad conflictual, podríamos recoger aquellas normas estatales en las que se indica que el aborto no constituye delito mientras que dentro del estatuto religioso su práctica queda absolutamente prohibido con la consiguiente sanción para quien lo practica. Similar situación va generarse al tiempo de la coexistencia de dos formas de matrimonio: el religioso y el civil; ambos con los mismos fines, pero no necesariamente con los mismos efectos.
No obstante, lo expresado, habrá quien señale que los problemas enunciados no son, en realidad, problema alguno, dado que, se atribuyen a la persona y se resuelven en ella misma, en su fuero personal; por lo que la trascendencia de la cuestión no alcanza a la comunidad y menos aún al Estado o a la entidad religiosa como fuentes de obligaciones para el ciudadano o el feligrés, respectivamente. Entonces ampliamos el espectro: ¿Por qué si la “religión” corresponde al fuero interno de la persona, es el Estado quien regula el derecho a la libertad religiosa? El asunto no queda tan claro en temas como los, en estricto, laborales: ¿el servicio que presta un “ministro” religioso (dígase, sacerdote, pastor, u otro que haga sus veces en las demás entidades religiosas) debe calificarse como un servicio de dicha naturaleza o es que supone una relación laboral sujeta a los mandatos del Estado? ¿Cuándo conviene hablar de “entidad religiosa” y a quien le corresponde hacer esa definición: al Estado, a la propia entidad, a los fieles o a los ciudadanos?
El presente ensayo quiere permitirse un acercamiento al problema para definir algunos conceptos que permitan acercarnos a la solución.
II.- El concepto de “sociedad jurídicamente perfecta” como presupuesto de las relaciones entre el Estado y la Iglesia
La palabra “Estado” en su acepción jurídico-política se agradece a Maquiavello, quien en su obra cumbre “El Príncipe” exponía:
"Los Estados y soberanías que han tenido y tiene autoridad sobre los hombres, fueron y son, o repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios con larga dinastía de príncipes, o nuevos; o completamente nuevos, cual lo fue Milán para Francisco Sforza o miembros reunidos al Estado hereditario del príncipe que los adquiere, como el reino de Nápoles respecto a la revolución de España. Los Estados así adquiridos, o los gobernaba antes un príncipe, o gozaban de libertad, y se adquieren, o con ajenas armas, o con las propias, por caso afortunado o por valor y genio".
Sin embargo, aún cuando no lo define, la actual Teoría del Estado la conceptúa como “la organización política y jurídica de un pueblo en un determinado territorio y bajo un poder de mando según la razón”. Es decir, se trata de la organización que regula la actuación de un grupo de personas, ubicadas en espacio y tiempo y, a cuyo efecto definen un fin común que los unifica y al cual se dirigen bajo la dirección de una autoridad con capacidad de hacerse obedecer. Siendo así este concepto, bien podríamos indicar que, sirve tanto para definir al Estado como a la “entidad religiosa”; salvo por la ordenación de una y otra; pues mientras a aquel le interesa la colectividad y quienes la conforman en función de sí mismos, a ésta le motiva la colectividad y el individuo en función de la conexión con un Ser Superior. A esta conexión, se le conoce con el nombre de “credo religioso”.
Corresponde en consecuencia al Estado regular la vida en sociedad y todo aquello que pueda implicarla, mientras que a la “entidad religiosa” le compete establecer lo que corresponda para organizar a la comunidad en función del “hecho religioso”, propio de la persona humana. En la estructura del “hecho religioso” se presupone la condición religiosa del hombre y, en dicha medida se define a la religión como “reconocimiento personal de una relación real de dependencia que existe con la divinidad y exteriorización de ese reconocimiento por medio de palabras, gestos, ritos, hechos, etc.” En consecuencia, en este extremo se reconoce -a efectos de mostrar la diferencia específica con “lo político”-, tres presupuestos fundamentales: a.- Un sistema de creencias: exposición del dogma b.- Un código de conducta: normas de conducta exigibles conforme a su propia moral c.- Una estructura ritual: expresiones públicas de culto.
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