El análisis económico del derecho de daños
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I.- Algunas precisiones preliminares.
Presentar el análisis económico del Derecho de Daños de un modo accesible para un lector con la formación jurídica tradicional de Europa Continental o de Latinoamérica plantea algunos problemas típicos. En primer lugar, no es sencillo aislar aquello que se intenta describir. Suele ser bastante frecuente, por ejemplo, encontrar posiciones que dan por sentado que el análisis económico del Derecho de Daños (en adelante, también, AEDD -y AED, por análisis económico del Derecho en general-) es algo que se define por sus objetivos: que juzga distintas posibilidades de regulación jurídica en la materia para elegir y aconsejar aquella que sea más adecuada para lograr objetivos de eficiencia (sea lo que fuera que este término signifique para quienes lo invocan), con independencia de cualesquiera otros valores implicados. Otras veces, en cambio, se pone énfasis en ciertas cuestiones de método: en general, en algunas asunciones iniciales que se emplean como puntos de partida para el análisis, función que suelen cumplir ciertas hipótesis sobre el modo en que se comportan los individuos. En este sentido, se acostumbra dar por sentado, por ejemplo, que el AEDD – para ser verdaderamente tal-, debe suponer que el comportamiento humano responde a alguna clase específica de egoísmo o que todas las personas tienen información perfecta acerca del mundo y del resultado de sus acciones. No faltan tampoco quienes entienden que ambas condiciones -las concernientes a los objetivos y aquellas relativas al método- son conjuntamente necesarias para caracterizar este tipo de análisis.
De un modo muy general se suele afirmar que el AEDD (y, de modo más amplio, el AED), implica una modalidad de análisis propia de una disciplina (la Economía), proyectada sobre materiales u objetos propios de otra (el Derecho). Sin embargo, afirmar que ese es el sentido del análisis, quizás no arroje demasiada luz sobre el asunto. Aún cuando se asuma que el interlocutor conoce razonablemente qué es el Derecho -lo cual es reconocidamente arduo- no es menos exigente establecer los límites de la Economía. En ese campo, hay materias que tradicionalmente se consideraron propias de esa disciplina y otras que sólo recientemente ocupan a los economistas. Aunque son motivo de su preocupación, no son el dinero, el comercio o la producción industrial sus únicos intereses sino que su espectro es -hoy- mucho más amplio y creciente. En la actualidad, en concreto, no es sencillo saber si un concepto, una clase de conductas o un modo de tratar ciertos temas, pueden integrarse o no área de interés de la Economía. Toda respuesta negativa al respecto puede ser sospechada de estrechez.
Pero si los campos de cada una de las materias implicadas son difíciles de delimitar, es todavía más complejo comprender la clase de relación que se pretende establecer entre ambas disciplinas. Esas interacciones pueden ser, por cierto, de tipos muy diferentes. Imaginemos, por ejemplo, que un crítico de arte se propusiera realizar un análisis artístico o estético de la agricultura y que, con ese propósito, evaluara objetos relacionados de algún modo con esta actividad (pensemos en campos cultivados). Tomando como referencia algún canon aceptable de su especialidad seguramente podría encontrar sembradíos mas pintorescos que otros, algunos mas encomiables y otros carentes de valor. Pero sería difícil que este hipotético analista pensara que está aportando algo que vaya a servir a las faenas del campo. Sería demasiado optimista de su parte creer que los productores rurales van a modificar lo que venían haciendo luego de que un experto en arte les muestre, con suficiente claridad, las consecuencias de sus decisiones sobre los aspectos que interesan a las artes plásticas. Pensemos en el crítico-analista dirigiéndose a un agricultor en estos términos: “Usted, hasta ahora, ha estado cultivando soja. Puedo advertirle que la historia de las artes plásticas no muestra un registro abundante de buenos cuadros inspirados en ese cultivo. Sí, en cambio, hay obras maestras que pintan campos de girasol o cosechas de trigo. Espero que esta conclusión le sirva, aun de modo parcial, para sus futuras decisiones”.
En el ejemplo que antecede se ve que no todo análisis que se haga desde una disciplina sobre materias entendidamente concernientes a otras actividades humanas, puede tener la pretensión de ser útil para las actividades objeto de ese análisis. El análisis económico del Derecho, sin embargo, se ha planteado en general como un método de estudio que intenta ser operativo o influyente sobre la materia analizada. Ello determina que desde el campo jurídico suela vérselo con desconfianza, con base en lo que algunos perciben como una subordinación del Derecho a la Economía.
Resulta interesante observar, sin embargo, que el tipo de consecuencias que la Economía intenta prever y evaluar no resulta indiferente a los profesionales del Derecho. Mientras que al agricultor quizás lo tengan muy sin cuidado las implicancias estéticas de sus actividades, no parecen totalmente ajenas a la preocupación de los juristas las consecuencias sociales de las diferentes posibilidades de regulación de una materia o siquiera de interpretación y de aplicación de las normas que la componen.
Entre muchas, las incomprensiones entre economistas y profesionales de las disciplinas jurídicas pueden tener una explicación parcial, quizás, en la modalidad de estudio que signa su formación. En el ámbito anglosajón, se ha advertido que la enseñanza de la Economía parte de una teoría general y transcurre hacia ejemplos particulares, mientras que, en esos países, se enseña Derecho a partir de casos reales sin llegar nunca a una teoría general. En los países de tradición romanista, en cambio, las distintas ramas del Derecho se enseñan de un modo diferente, que podría parecerse a la exposición de una teoría general: se enseña, por ejemplo, qué es la responsabilidad por daños en general, sus elementos, etc., y luego se pasa a los casos particulares de responsabilidad, y dentro de ellos, a ciertas variantes de interés. No obstante, la principal diferencia entre esta modalidad y aquella con la que se forman los economistas, es que -fuera de las asignaturas que se ocupan de la historia del pensamiento económico y de ciertos hechos económicos relevantes- la teoría económica se enseña de modo a-histórico, como un producto acabado y unitario, con una idea de corriente principal de pensamiento fuertemente definida y un rol muy subordinado para las ideas divergentes o lo que se consideran particularizaciones o refinamientos.
En la enseñanza habitual del Derecho romanista, al contrario, es frecuente comenzar por la evolución histórica de cada institución y proseguir a través de muchos debates sobre diferentes aspectos (su encuadre entre géneros más abarcativos de instituciones, sus elementos constitutivos, etc.), en los que se revisan posiciones contrapuestas, sin que haya una decisión acabada y final sobre ninguno. La justificación de las posiciones rivales sobre cada aspecto particular, a su vez, suele basarse en fundamentos variados: algunas veces se invocan razones de consistencia deductiva (“si x es un contrato y los contratos crean obligaciones, luego x crea obligaciones”), aún cuando ello implique asumir ciertas bases que resultarían bastante extrañas para el ciudadano común, como por ejemplo que “el legislador” no se equivoca -asumiendo, además, que siempre hay algún modo de “descubrir” que esa autoridad legislativa mantiene la consistencia de sus productos-. Otras veces, en cambio, se invocan ideas más o menos intuitivas de justicia, y se afirma por ejemplo, que debe exigirse cierto requisito para considerar configurada la responsabilidad de un sujeto, porque ello resulta justo -aunque esa exigencia no surja a primera vista-. Algunas veces, en particular, se da por sentado que una cierta interpretación de las normas vigentes favorecería la realización de ciertas conductas que se consideran inmorales o inadecuadas, y por lo tanto debe descartarse, para dar lugar a otra interpretación diferente. Muchas veces, todavía, se da por sobreentendido que diversos modos de justificar una interpretación dan resultados necesariamente idénticos – resultados que, además, suelen coincidir con las valoraciones de quien los expone o emplea-.
No es el objetivo de estos párrafos reflexionar sobre la bondad de los métodos de enseñanza de ninguna de ambas disciplinas. Sin embargo, parece interesante señalar que esos modos de exponer y justificar los conocimientos jurídicos quizás influya para inducir cierto rechazo visceral por parte muchos juristas, contra lo que se observa como una construcción teórica rígida, unívoca, y de justificación unitaria, como suele verse -justa o injustamente- a la Economía.
En consecuencia, si se piensa que la exposición histórica de las ideas constituye una aproximación más familiar para los profesionales del Derecho, quizás sea adecuado identificar, al menos, algunos hitos en el desarrollo de la teoría, más que comenzar por el estado vigente de la cuestión. Procuraré hacerlo de forma brevísima
II.- El Juez Hand y la definición económica de la culpa
Es posible encontrar, en todas las épocas, sentencias judiciales que contienen ideas cercanamente relacionadas con nociones económicas fundamentales. No obstante, parece imprescindible mencionar un hito en la historia de la jurisprudencia norteamericana, que emplea un argumento básico del pensamiento económico como fundamento de una sentencia argumento que, aún hoy, es parte importantísima del Derecho vivo de los EEUU.
El caso se inició con motivo de la pérdida de una barcaza y su carga en el puerto de Nueva York. Un conjunto de buques estaba amarrado -mediante una única línea de cuerdas- a los muelles de ese puerto cuando la empresa propietaria de uno de ellos contrató a la demandada (una empresa de remolque marítimo) a fin de moverlo fuera del área de los muelles. El buque en cuestión se encontraba sin tripulación alguna a bordo, por lo cual los dependientes de la empresa de remolque procedieron, por su cuenta, a liberarlo y reajustar toda la línea de cuerdas que lo amarraba. Esa operación se realizó de modo inadecuado y una de las barcazas, movida por el viento y la marea, rompió su amarre, chocó contra otro buque, y se hundió con su carga. El propietario del buque hundido demandó a la empresa de remolcadores por la negligencia de sus trabajadores en la operación. La demandada, a su vez, replicó que el demandante fue también negligente porque ningún agente de su empresa estaba a bordo de la barcaza en el momento en que la tripulación del remolcador debía manipular los cabos. Si se hubiera contado con la presencia de un agente capacitado -sostuvo la demandada- la operación podría haberse realizado correctamente. El magistrado entendió que no había ninguna norma especial que determinara si era o no obligatorio que hubiera un agente de la empresa actora en su barcaza en esas condiciones y por ello, sólo quedaba por establecer si esa ausencia era o no culpable de acuerdo con las normas generales, y que la decisión sobre ese punto definiría la cuestión.
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