Los Casos Barceló y Boadella
Autor: Ramón CASAS VALLÉS
I. ¡Que salga el autor!
1. En el mundo del teatro es tradición que la buena acogida de una obra el día del estreno se manifieste con gritos más o menos espontáneos del público –o-de los amigos- reclamando la presencia del autor en el escenario: “¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor!”. Por supuesto la frase también cabe cuando la obra ha sido un desastre. Pero entonces es raro que la invocación surta efecto. Aunque con otro objeto, hacer “que salga el autor” es asimismo una indeclinable exigencia jurídica. Por lo general, se satisface con facilidad pues las leyes establecen la razonables presunción de que autor es quien figura como tal en la obra. Pero la creación se mueve en el terreno de los puros hechos. Suele tener lugar en la esfera privada y, en cualquier caso, sus protagonistas rara veces documentan el proceso. El autor sabe que lo es; y los demás –salvo que hayamos asistido como testigos privilegios- hemos de confiar en la ya aludida presunción legal. Con frecuencia, sin embargo, la cuestión dista de ser pacífica; y entonces hay que aplicarse, ya sea para que el autor o autores salga al escenario jurídico, ya sea para cerrar el paso a quienes, sin títulos, se empeñan en aparecer.
1. Recientemente se han dictado en España dos resoluciones que responden a la problemática descrita. Se trata de las sentencias de las Audiencias Provinciales de Palma de Mallorca (22 de enero de 2008, Caso Barceló) y Barcelona (Sección 15, 28 de abril de 2008, Caso Boadella). La primera se sitúa en el campo de las artes plásticas; la segunda en el de las escénicas. Por supuesto, en última instancia, ambos conflictos se platean y resuelven con arreglo a una ley nacional. Pero abordan cuestiones de fondo, cuyo interés va más allá de las fronteras locales.
2. Por lo general el proceso creativo incluye trabajo, habilidad y creatividad, repartidos en dosis desiguales. Nadie ignora qué son el esfuerzo o la habilidad y tenemos test para detectarlos. Sabemos por experiencia (o porque nos lo han contado) que el trabajo cansa, física y mentalmente. También sabemos que la habilidad, destreza, pericia o competencia técnica pueden adquirirse y son perfectamente reproducibles en personas diferentes. Pero el derecho de autor no se conmueve ante el esfuerzo o la habilidad (argumentos del tipo “me ha costado mucho” o “era muy difícil” tienen poco recorrido en este ámbito). Sólo la creatividad –la creatividad original, para ser más precisos- hace que la inaccesible ciudadela se rinda y abra sus puertas a los productos del intelecto humano.
3. Se supone que en algún momento del proceso creativo aparece algo que nos permite calificar como “obra” –acabada o inacabada, da igual- lo que hasta entonces todavía no lo era. ¿Cuál es ese instante mágico?… La cuestión carece a menudo de relevancia práctica. Si al fin hay obra, el interrogante se desactiva y queda relegado al terreno de la pura especulación teórica. Pero las cosas cambian cuando lo que se discute es, precisamente, si lo producido ha superado la fase del mero esfuerzo o habilidad. Lo mismo sucede cuando, por alguna razón (muerte, pérdida de la inspiración…), se interrumpe el proceso creativo y hay que decidir si la “obra inacabada” es realmente obra en el sentido legal o, simplemente, una forma proteica carente de originalidad. El problema alcanza su grado máximo de dificultad y tensión dramática cuando han sido varios quienes, de una u otra forma, han intervenido y discuten entre ellos sobre la autoría de la obra. Y no me refiero a una eventual discusión por el tamaño de las cuotas sino a la que se centra en el hecho de ser autor. De ella no se sale con más o menos, sino con todo (la condición de autor o coautor) o nada (la condición de mero auxiliar, cualificado o no).
4. En este género de situaciones hay quien se lanza a encajar la creación en una de las diversas formas de pluriautoría disponibles (¿obra en colaboración, colectiva, compuesta…?). Sin embargo, no hay que hacer supuesto de la cuestión saltándose un paso. Lo primero es identificar quién o quiénes, de cuanto han intervenido en el proceso, lo han hecho en condición de autor y, precisamente, de la obra que se está considerando. Basta recordar los largos “créditos” de una película para saber que allí aparecen sujetos con aportaciones cualitativamente muy diversas. Muchos son trabajadores; algunos incluso altamente cualificados, mas no por ello se le reconocen derechos de propiedad intelectual. Otros, en cambio, sí son autores. Pero, aun entonces, hay que distinguir entre los que pueden reivindicar su condición de tales respecto de la obra cinematográfica y aquellos otros que sólo son autores de creaciones concretas que aparecen en la misma. Únicamente si llegamos a la conclusión de que la obra tiene varios autores habrá que entrar a determinar ante que tipo de pluriautoría nos hallamos.
II. El caso Barceló; artistas y artesanos
En el terreno de las artes plásticas la primera imagen que nos vienen a la mente es la del autor individual que lleva a cabo por sí solo todo el proceso creativo: desde la preparación de la tela o selección del bloque de mármol hasta el barnizado o pulido finales. Pero lo contrario también es muy frecuente. Basta pensar en técnicas como el grabado (el autor con frecuencia necesita un impresor y, en ese caso, no da igual uno que otro), la escultura en bronce (quizás el autor no se encargue personalmente del vaciado), la tapicería (en la que una o varias personas componen el tapiz a partir de un cartón o dibujo previo), o la misma pintura de taller (con un maestro rodeado d aprendices y colaboradores). Las preguntas surgen de inmediato: ¿El hecho de que el impresor no sea indiferente obedece sólo a la competencia técnica que demanda la tarea? ¿Qué se esconde tras la elusiva expresión “componer” un tapiz? ¡Los aprendices son meros instrumentos en manos del maestro?…¿Quiénes son, en definitiva, los autores?
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